dimanche 21 juillet 2013

Encuentro por el tiempo (XXIV)

 
Caminaba ella por el Campo de Marte. Y recibió felicidad. Mensajito de él. Muy lindo. Desde el tren. Se sentía ligera. Por una vez. Se sentía ligera. Y pasó el día. Y otro.
 
El viernes al mediodía llamó él. Medio alborotado. Estaba en emergencias. No entendió ella. Decía que la noche de trabajo en el instituto había sido complicada. Una explosión. En plena noche. Mucho humo. El alarma. El miedo al incendio. El recuerdo de las bombas. No lo dijo él, pero no hacía falta, sabía ella. La explosión justo en la puerta de él. Dormido. Despertado repentinamente. Con miedo. Sí, había tenido miedo. Recuerdo de las bombas, seguro, aunque no lo dijera. Humo por toda la pieza. Y la emergencia de reaccionar rápido. Para evacuar a los alumnos internos. En plena noche. En realidad, no había sido nada. Nada grave. Pero estaba en emergencias, él. Alborotado. Tonterías de adolescentes a final del curso. Nada más. Un cohete. Nada más. Pero estaba en emergencias, él. Alborotado. Se le notaba el alboroto. Casi en estado de choque. Porque la llamaba y no decía nada. Porque se notaba que no conseguía hablar. Que no era que no quería – como otras veces – sino que no lo conseguía. Estaba en emergencias porque se lo había dicho su jefe. Porque le dolía la oreja. Porque casi no escuchaba más por ella. Y como era músico… Porque seguro habría notado el jefe que estaba en estado de choque él. Y enseguida, le dijo que tenía que cortar, porque ya venía el médico.
 
Se alborotó algo ella. A su vez. Porque le llamaba la atención que la llamara. Porque le llamaba la atención que estuviera tan desestabilizado él. Tan choqueado. Inmediatamente pensó ella en Argel. En eso que le había contado él. En eso que había vivido ahí. La huida de la noche a la mañana. Frente a los asesinos. Llegados hasta la puerta de su casa. Cuando ni tenía catorce años. Y más allá de eso, del recuerdo, la reviviscencia, pensó ella en la violencia del ser despertado por una explosión, el humo, la alarma. En la sola agresión al cuerpo reposando. Al cuerpo hundido en su total intimidad. Pensaba en todo eso ella, y sentía que si estaba tan choqueado él, también era porque no sabía muy bien por qué lo estaba. Porque seguro lo minimizara. Intuía ella que no le podía dar espacio al choque él. Y sin embrago, a pesar de eso, la había llamado. A ella. Y eso hacía que sentía ella que algo tenía que hacer, para él. Por eso pensó en qué hubiera necesitado ella en semejante caso. Nada. Casi nada. Todo. Un abrazo. Un abrazo no más. La historia de siempre. Del inicio. El nacer. Ese espacio del compartir los cuerpos que acaban de ser separados. Eso que no había conocido ella. Eso que no había conocido él. Eso que se había buscado ella con su perra, cuando era niña. Y luego con el otro idioma – castellano. Eso que intuía ella que seguía sin conocer él. Quería regalarle eso. Regalarle eso a él. Ese espacio entre brazos amorosos. Para consolarle. De la explosión. Para apaciguarle. El dolor interno de la oreja. Su oreja.
 
Era viernes. Ya lo había visto en la semana. Costaban caro los billetes de tren. No tenía mucha plata. Igual ya había tomado la decisión. Cuando llegara a casa buscaría billetes. Iría a verle este finde. Sí o sí. Y encontró algo bastante bien para el sábado a la mañana. Llegaría al mediodía. Vendría a buscarla él. Nada que ver con lo de la última vez que había hecho ese mismo viaje. Parecía feliz él con que viniera. Mas tampoco parecía tan apaciguado o respaldado con que viniera ella. Para él. No se dejó afectar demasiado ella. Con eso. Con que no pareciera hacer los vínculos él. Pensó que ya empezaba a saberlo algo ella. A él. A saber algo de su soledad. De su aislamiento. Y sólo se quería dejar orientar por el choque que había recibido él. Por ese dolor de él que ni parecía com-prender él mismo.
 
En la estación la esperaba él. Estaba. Lo reconoció desde el vagón ella. Por los zapatos – bicolores. Parecía feliz él. Muy feliz. Igual que si no hubiera pasado nada. En aquel orificio suyo. En la carne suya. De él. Adentro. La resonancia. Onda de choque. Quería llevarla a almorzar al mercado de los Capúcenos. Donde siempre iba los sábados al mediodía. Mas como a ella no le gustaban tanto los mariscos, sólo cruzaron el mercado, para ir a un restaurante chico donde podrían comer carne. Tenía mucha hambre ella. Hambre como para comerse papas fritas. En el camino, se cruzaron con un amigo de él. Ese parecía bastante desorientado. Y también con curiosidad de quedarse con ellos. Le invitó él a quedarse con ellos. No la molestó a ella. Estaba feliz. Igual que él. Con él. Se sentaron en la terraza del restaurante chico. Los tres. Empezó a lloviznar. Se rieron los dos. Pidieron salchicha. No había. Cambiaron para pato confitado. No había. Pidieron carne de vaca. No había. Se rieron los dos. Propuso ella cambiar de lugar. Le sorprendió a él. Por eso dijo ella que si no tenían nada, en el restaurante, podían irse tranquilamente sin pasar por unos descorteses. Así se levantaron.
 
Regresaron al mercado cubierto en busca de un lugar donde podría comer las papas fritas ella. Se sentaron los tres. Pidió ostras con paté él. Se sorprendió un montón ella. Por la asociación. Por lo cual le comentó él que era una especialidad de Arcachón. Pidió calamares fritos con papas fritas ella. El amigo no quiso pedir nada porque había comprado queso y paté. Propuso compartir con ellos. Todos estaban de acuerdo. Pidieron vino blanco. Charlaron mucho. El amigo trabajaba en cine. Le encantaba la danza. Opinaba como ellos que los actores franceses ya estaban todos muy desencarnados. Que necesitaban trabajar el cuerpo. Y la forma de ella de hablar de la danza le gustaba. Cuajaba con lo que pensaba él de eso que necesitaban los actores. Le dijo que quería presentarla a una amiga bailarina suya. Alguien que, aparentemente, compartía el punto de vista de ella. Tomaron café. O no. Salieron del mercado. Había parado la llovizna.
  

 


 


 
Rencontre à travers le temps (XXIV)
 
 
Elle marchait sur le Champ de Mars. Et un peu de bonheur est venu à elle. Un message de lui. Très beau. Envoyé du train. Elle se sentait légère. Pour une fois. Elle se sentait légère. Et la journée est passée. Et puis une autre.
 
Le vendredi à midi il l’a appelée. Il était secoué. Il était aux urgences. Elle n’a pas compris. Il a dit que la nuit de travail au lycée avait été difficile. Une explosion. En pleine nuit. Beaucoup de fumée. L’alarme. La peur de l’incendie. Le souvenir des bombes. Ça, il ne l’a pas dit, mais il n’avait pas besoin, elle savait. L’explosion juste devant sa porte, à lui. Endormi. Réveillé d’un seul coup. Dans la peur. Oui, il avait eu peur. Souvenir des bombes, sûrement – même s’il ne le disait pas. De la fumée dans toute la chambre. Et l’urgence de réagir rapidement. Pour évacuer les élèves internes. En pleine nuit. En réalité, ce n’était presque rien. Rien de grave. Mais il était aux urgences, lui. Secoué. Des âneries d’adolescents en fin d’année. C’est tout. Un pétard. C’est tout. Mais il était aux urgences, lui. Secoué. On sentait qu’il était secoué. Presque en état de choc. Parce qu’il l’appelait, elle, et qu’il ne disait rien. Parce qu’on sentait qu’il n’arrivait pas à parler. Que ce n’était pas qu’il ne voulait pas – comme d’autres fois – mais qu’il n’y arrivait pas. Il était aux urgences parce que son chef lui avait dit d’y aller. Parce qu’il avait mal à l’oreille. Parce qu’il n’entendait presque plus. Et comme il était musicien… Son chef avait sûrement remarqué, qu’il était en état de choc. Et d’un seul coup, il a dit qu’il devait raccrocher, que le médecin l’appelait.
 
Elle était un peu secouée. A son tour. Parce que ça lui faisait quelque chose qu’il l’ait appelée. Parce que ça lui faisait quelque chose qu’il soit si déstabilisé. Si choqué. Elle a tout de suite pensé à Alger. A ce qu’il lui avait raconté. A ce qu’il y avait vécu. La fuite du jour au lendemain. Face aux assassins. A la porte de chez lui. Quand il n’avait pas même quatorze ans. Et par-delà ça, le souvenir, la reviviscence, elle a juste pensé à la violence d’être réveillé par une explosion, de la fumée, une alarme. Rien qu’à cette agression du corps au repos. Du corps plongé dans son intimité totale. Elle pensait à tout ça, et elle se disait que s’il était si choqué, c’était sûrement aussi, parce qu’il ne savait pas très bien pourquoi il l’était autant. Choqué. Qu’il devait sûrement minimiser. Elle sentait qu’il ne devait pas pouvoir faire de place au choc. Et pourtant, malgré ça, il l’avait appelée. Elle. Et ça, ça faisait qu’elle sentait qu’il fallait qu’elle fasse quelque chose, pour lui. Alors elle s’est demandé de quoi elle aurait eu besoin, elle, dans un cas pareil. De rien. De presque rien. De tout. Quelqu’un qui la prenne dans ses bras. Juste quelqu’un qui la prenne dans ses bras. Toujours la même histoire. Du début. La naissance. L’espace du partage des corps qui viennent d’être séparés. Ce qu’elle n’avait pas connu. Ce qu’il n’avait pas connu. Ce qu’elle avait cherché auprès de sa chienne, quand elle était petite. Puis avec l’autre langue – espagnole. Ce qu’elle pensait qu’il ne connaissait toujours pas, lui. Et elle voulait le lui offrir. Lui offrir ça. Cet espace entre des bras aimants. Pour le consoler. De l’explosion. Pour calmer. La douleur intérieure de l’oreille. Son oreille.
 
On était vendredi. Elle l’avait déjà vu dans la semaine. Les billets de train coûtaient cher. Elle n’avait pas beaucoup d’argent. De toute façon sa décision était prise. En rentrant chez elle, elle chercherait des billets. Elle irait le voir ce week-end. De toute façon. Et elle a trouvé quelque chose d’assez bien pour le samedi matin. Elle arriverait à midi. Il viendrait la chercher. Rien à voir avec la dernière fois qu’elle avait fait ce voyage. Il avait l’air heureux qu’elle vienne. Même s’il ne semblait pas pour autant apaisé ou soutenu, par le fait qu’elle vienne. Pour lui. Elle ne s’est pas trop laissé affecter. Par ça. Par le fait qu’il ne semblât pas faire les liens. Elle s’est dit qu’elle commençait à le savoir un peu. Lui. A savoir un peu, sa solitude. Son isolement. Et elle voulait se laisser guider que par le choc qu’il avait reçu. Par cette douleur à lui qu’il semblait ne pas com-prendre.
 
A la gare, il l’attendait. Il était là. Elle l’a reconnu depuis le wagon. A cause de ses chaussures – bicolores. Il avait l’air heureux. Très heureux. Comme si rien ne s’était passé. Dans cet orifice de lui. Dans sa chair. A lui. Dedans. Résonnance. Onde de choc. Il voulait l’emmener déjeuner au Marché des Capu. Où il allait les samedis midis. Mais comme elle n’aimait pas trop les fruits de mer, ils ont juste traversé la Marché, pour aller dans un petit restau où on pouvait manger de la viande. Elle avait très faim. Faim à manger des frites. Sur le chemin, ils ont croisé un ami à lui. Qui avait l’air pas mal désorienté. Et aussi assez curieux de rester avec eux. Il l’a invité à rester avec eux. Ça ne l’a pas dérangée. Elle était heureuse. Comme lui. Avec lui. Ils se sont assis à la terrasse du petit restau. Tous les trois. Il a commencé à pleuvioter. Ils ont ri, tous les deux. Ils voulaient des saucisses. Il n’y en avait plus. Ils ont demandé du canard confit. Il n’y en avait plus. Ils ont demandé du bœuf. Il n’y en avait plus. Ils ont ri, tous les deux. Elle a proposé de changer d’endroit. Ça l’a surpris, lui. Alors elle a dit que s’ils n’avaient rien, dans ce restau, ils pouvaient s’en aller sans passer pour des malpolis. Ils se sont levés.
 
Ils sont revenus au marché couvert à la recherche d’un endroit où elle pourrait manger des frites. Ils se sont assis tous les trois. Il a commandé des huitres avec du pâté. Ça l’a beaucoup surprise. L’association. Alors il lui a expliqué que c’était une spécialité d’Arcachon. Elle a commandé des calamars frits avec des frites. L’ami n’a rien voulu commander parce qu’il avait acheté du fromage et de la terrine. Il a proposé de partager. Tout le monde était d’accord. Ils ont commandé du vin blanc. Ils ont beaucoup parlé. L’ami travaillait dans le cinéma. Il adorait la danse. Il pensait comme eux, que les acteurs français étaient vraiment désincarnés. Qu’il fallait qu’ils travaillent le corps. Sa façon de parler de la danse, à elle, lui plaisait. Elle concordait avec ce qu’il pensait qu’il fallait aux acteurs. Il voulait lui présenter une amie danseuse. Quelqu’un qui, visiblement, partageait son point de vue. Ils ont pris un café. Ou pas. Ils sont sortis du marché. Il avait cessé de pleuvioter.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

vendredi 24 mai 2013

Océan



Ça avait commencé dans la mer – ça commence toujours dans la mer. Pourtant c’était l’océan. L’ouverture. La porte sur tous les continents. Le monde. Total. D’abord, dès le début, ça avait été total. Au début de l’automne. La mer pour elle seule – comme dans un James Bond, dirait-il plus tard. Il était assis dans le sable, la cigarette à la bouche. Elle était presque nue, dans la matrice du monde. Il était là. Ils s’attendaient. Il faisait un peu froid quand elle est sortie. Elle s’est vite séchée, pour recouvrir la honte d’avoir laissé voir son corps comme ça. Ruisselant et froid. Il l’a aidée à se réchauffer avec sa serviette. A renverser la fraicheur de l’océan. Il s’est couché sur elle quand elle a été rhabillée. Ils se sont étreints. Pour la première fois. Fort. Le sable et le ciel dans les yeux. Dans les corps. Le baiser n’avait encore presque pas eu lieu. Et pourtant c’était le ravissement. Presque hallucinatoire – pour elle. Lui. Là. Sur elle. Sa peau à lui. Gagnée sur les vêtements. C’était fort. Insoutenable. Terrifiant. La violence de l’évidence. Et la peau s’est faite chair. Car lui, c’était la chair. Et à travers lui, elle, elle a pu accéder, alors, à sa propre chair. Elle a pu toucher – être – sa propre chair. C’était : la fin du dedans et du dehors. C’était : tout. Il y avait : tout. La fin de l’absence. Dans la naissance, à l’autre. Elle n’était plus. Elle. Lui. Elle était lui. Elle était à lui, et grâce à lui, et autour de lui, et avec lui. Elle devenait lui. Le vent les balayait. Elle n’avait plus froid. Et les enfants aimaient ça.







Océano
 

Había empezado en el mar – siempre empieza en el mar. Sin embargo era el océano. La apertura. La puerta sobre todos los continentes. El mundo. Total. Primero, desde el inicio, había sido total. Cuando el inicio del otoño. El mar para ella sola – igual que en un James Bond, diría él luego. Estaba sentado en la arena, el cigarrillo en la boca. Estaba casi desnuda, adentro de la matriz del mundo. Estaba ahí él. Se esperaban. Hacía algo de frio cuando salió ella. Se secó rápido, para cubrir la vergüenza por haber dejado que se le viera el cuerpo. Chorreando y frio. La ayudó él a calentarse con la toalla. A derramar la frescura del océano. Se acostó sobre ella cuando estuvo vestida. Se abrazaron. Por primera vez. Fuerte. La arena y el cielo en los ojos. En los cuerpos. El beso casi no había tenido lugar aún. Y sin embargo era el encantamiento. Casi alucinatorio – para ella. El. Ahí. Sobre ella. La piel de él. Ganada sobre la ropa. Era fuerte. Insostenible. Terrorífico. La violencia de la evidencia. Y la piel se hizo carne. Porque él, era la carne. Y mediante él, ella, pudo acceder, entonces, a la propia carne. Pudo tocar – ser – su propia carne. Fue: el fin del adentro y del afuera. Fue: todo. Había: todo. El fin de la ausencia. Dentro del nacimiento, al otro. No era más ella. El. Ella era él. Ella era de él, y gracias a él, y alrededor de él, y con él. Llegaba a ser él. El viento los barría. No sentía más frio ella. Y a los niños les gustaba.

 









mercredi 15 mai 2013

Amérique dite Latine



Amérique Latine.
Terre du viol.
Des femmes indigènes.  

J’y étais déjà. 

Avant. 

Le pacte scellé dans la chair.
Le viol par le fils.
De ces femmes violées. 
 
J'étais de là-bas.
 
De cette terre-là.







América dicha Latina
 

América latina.
Tierra de la violación.
De las mujeres indígenas.

Ya estaba ahí. 

Antes. 

Del pacto sellado en la carne.
La violación por el hijo.
De aquellas mujeres violadas.
 
Era de allá.
 
De aquella misma tierra.








dimanche 7 avril 2013

Encuentro por el tiempo (XXIII)

 
Había vuelto el sol. Había vuelto a lo suyo ella. Las cosas parecían estar en su lugar. No había realmente fecha de reencuentro. Hasta que… ¡Llamó él! Para decir que se venía a la mañana siguiente. Temprano. Era un lunes a la noche. De junio. Venía a la mañana para regresar el miércoles a la mañana – a la tarde empezaba el laburo. ¡La sorprendió tanto! ¡Que hiciera tanto viaje, así, para tan poco tiempo! ¡Para verla a ella! Le pareció casi raro. Sospechoso. ¿Alguien haciendo algo para ella…? Seguro algo era de temer… Sintió que se iba poniendo poco racional. Pero estaba tan poco acostumbrada a las sorpresas… buenas. ¿En serio venía él a verla, así? La felicidad le era tan extraña, la de verdad, que no pudo dejar de mezclarla con la incertidumbre. ¡Cuánta felicidad! ¡Cuánto miedo! ¡Venía a verla!
 
Llegaría a la mañana. Temprano. Tendría que madrugar. Llegaría a casa de ella mientras ella estaría fuera. Así que cuando regresaría a su casa, se lo encontraría. ¡Qué fiesta! Pero cuando lo llamó ella al salir de eso que había tenido que hacer, pensando que estaba ya en su casa, le contestó muy enojado. ¡No se había despertado! ¡No se había tomado el tren! Ah. Con razón no se lo había creído del todo ella… Iba pensando eso, y le hacía mal. Cuando iba insistiendo él. ¡En que quería venir! ¡Ya! ¡En que estaba buscando otro tren! ¡En que le daba igual! ¡En que quería verla! Bueno, a ver…
 
Llegaría a mediados de la tarde. ¿Le convenía a ella? Si no podía venir a buscarle en la estación, daba igual, podía llegar él solo a su casa. Sí, le convenía. Sí, podía ir a buscarle en la estación. ¡¿Cómo no?! Luego tendrían que regresar rápido a su casa, para salir rápido, porque a las 18h30 daba su taller de danza-teatro. Quería venir él. Dijo él que quería venir. Hacerlo. Bailar. ¡Qué cosa! Caliente-frío-caliente. Adentro de ella. Mucha mezcla. Pero por ahora parecía que ahí se quedaba la cosa. Caliente…
 
Fue a buscarlo. Estaban locos de felicidad los dos. Como ebrios. Volvieron a casa. Se las arreglaron para hacer el amor con el poco tiempo que tenían. Salieron ya para ir al estudio de danza. Fueron caminando. Hacía buen tiempo – aunque algo fresco para junio. Pasaron por los Grandes Bulevares. Delante el edificio antiguo del Crédit Lyonnais – donde había trabajado de joven el padre de ella durante dos veranos. Pasaron por el pasaje Choiseul – también como homenaje al padre de ella. Ahí pudo contarle él sobre el teatro de los Bouffes Parisiens. Y al llegar al bulevar de la Opera, dijo él: «¡Ah, la Opera!». Se rio ella. Se rio él. Sí, ella pasaba por ahí dos veces a la semana. ¡Sí el no dejaba de ser un turista en la capital!
 
Al llegar al estudio de danza le dijo ella que le daba algo de vergüenza porque el lugar era muy feo. Dijo él que seguro exageraba ella. Entraron en el caserón. Subieron las escaleras. Él iba haciendo el tonto. Se iba perdiendo. Ella lo esperaba. Se reía. Se reían. Entraron en la sala. Lo primero que vio él, fue el piano. Más allá de que fuera tan feo el lugar. Dijo que sí, que estaba feo el lugar. Pero igual fue recto al piano. A averiguar cómo estaba acordado. ¡Lo estaba! Quitaron todas las sillas del espacio. Las guardaron de lado. Empezó a barrer ella, como de costumbre. La quiso ayudar él. Dijo ella que prefería que tocara el piano, algo tranquilo. Empezó a tocar. Qué paz. Qué placer. Barría ella. Tocaba él. Pensaba en su taller ella. Hacía música él.
 
Llegaba la hora de la clase. No llegaban las alumnas. Dejó de tocar él. Le empezó a hablar de su trabajo de danza ella. De la relajación. De la respiración. Del peso. Quiso practicar con él algún ejercicio que se había inventado para sentir el peso del brazo. Intentaron. Intentaba ella hacer que él sintiera. No lo conseguía mucho. Intentaba ella relajarle el brazo. No acertaba mucho. Igual, ya lo había intuido ella. No se sorprendió. Igual, no se lo tomaba mal él. Inclusive parecía que no se daba cuenta. Siguieron. Iba mejorando la cosa. ¡Pero, en el momento de coordinar brazo y cabeza, ya era otra cosa! ¡Y en el de coordinar brazo, cabeza, cadera, pies, pff! Por suerte llegaban las alumnas. Pocas. Con retraso. Pero suficientemente para dar el taller. Cada uno se centró. Se relajó.
 
Siguió él casi todo el taller. A su manera. Sólo se paró en el momento final de la coreografía. Para mirar. Mirarla. Lo sentía ella. La turbaba algo pero seguía intentando hacer como si nada. Para eso estaban las alumnas. Concentración.
 
Cuando terminó el taller, cuando se despidieron las chicas, aun había luz. Por eso le propuso ella ir a comer una sopa japonesa enorme en la calle de Santa Ana. Al lado. La calle de Santa Ana era famosa para eso: los restaurantes japoneses. El lugar donde siempre iba ella, lo había conocido por una amiga que quería mucho, y ya no veía mucho. Los abismos abismales de la vida. De ciertas vidas. Era un lugar muy pequeño y muy humilde. Sin ningún artificio decorativo. Estaba feliz ella. Feliz con llevarlo ahí. Con ver que le gustaba el lugar tanto como a ella. Con que se le viera. Que le gustaba. A él. Llevarlo ahí era algo como llevarlo a la propia cocina. Algo casi íntimo. Después de la clase de danza – otra cosa muy íntima – era muy fuerte. Porque no sabía él como era de gigante la sopa, quiso ravioles también. Le encantó a ella. Hablaron muy lindo. Muy de verdad. Muy fácil. Hablaron de la danza de ella – él nunca la había visto bailar. Hablaron de le pedagogía de la danza – del trabajar con adultos. De la respiración. Y entre todo eso, le dijo él que el lugar no era japonés sino coreano. ¡¿Qué sabía ella?! Se rieron. Comían. Estaban a gusto. Muy a gusto. Como que casi se extrañó ella. Sentirse tan bien. Tan fácilmente bien. Con alguien. Con él.
 
Fueron regresando a casa caminando. No estaban lejos. A la mañana siguiente se iba él. Ya. Pasaron por la Bolsa. Se rieron. Por el desacorde. Entró él en una tienda, a comprar agua con gas y galletitas de germen de trigo, para el tren. ¡Qué gracia le causaba él a ella! ¡Comía las mismas galletitas que ella! Llegaron a casa. Felices. Se acostaron. Felices. Se fue a tomar el tren él a la mañana siguiente. Solo. Antes se habían besado para despedirse.
 
 
 
 
 
 
Rencontre à travers le temps (XXIII)
 
 
Le soleil était revenu. Elle était retournée à ses affaires. Les choses semblaient être à leur place. Il n’y avait pas vraiment de date de nouvelle rencontre. Jusqu’à ce qu’… il appelle ! Pour dire qu’il arriverait le lendemain matin ! Tôt. C’était un lundi soir. De juin. Il voulait venir le lendemain matin pour repartir le mercredi matin – l’après-midi il commençait le travail. Ça l’a tellement surprise ! Qu’il veuille faire tout ce voyage, comme ça, pour si peu de temps ! Pour la voir, elle ! Que ça lui a semblé presque bizarre. Suspect… Quelqu’un qui voulait faire quelque chose pour elle… ? Il y avait sûrement quelque chose à craindre… Elle a bien senti qu’elle s’éloignait du rationnel. Mais elle avait si peu l’habitude des bonnes surprises. Il allait vraiment venir la voir ? Comme ça ? Elle avait si peu l’habitude du bonheur, le vrai, qu’elle n’a pas pu s’empêcher de la mêler à l’incertitude. Quel bonheur ! Quelle inquiétude ! Il venait la voir !
 
Il arriverait le matin. Tôt. Il se lèverait aux aurores. Il arriverait chez elle, quand elle n’y serait pas. C’est dire que quand elle rentrerait, il serait là. Quel bonheur ! Pourtant, quand elle l’a appelé, en sortant de ce qu’elle avait eu à faire, pensant qu’il était chez elle, il a répondu en colère. Il ne s’était pas réveillé ! Il n’avait pas pris le train ! Ah. Elle avait donc bien eu raison de ne pas y croire tout à fait… C’est ce qu’elle se disait, et ça lui faisait mal. Alors que lui, il insistait. Il voulait venir ! Tout de suite ! Il était en train de chercher un autre billet ! C’était pas grave ! Il voulait la voir ! Bon…
 
Il arriverait en milieu d’après-midi. C’était bon, pour elle ? Si elle ne pouvait pas venir le chercher à la gare, c’était pas grave, il pouvait venir tout seul chez elle. Oui, c’était bon pour elle. Oui, elle pourrait aller le chercher à la gare. Bien sûr ! Après, il faudrait rentrer vite chez elle, pour vite ressortir, parce qu’à 18h30 elle donnait son atelier de danse-théâtre. Il voulait venir. Il a dit qu’il voulait venir. Le faire. Danser. Ca alors ! Chaud-froid-chaud. A l’intérieur d’elle. Beaucoup de mélange. Mais pour le moment, ça semblait en rester là. Chaud…
 
Elle est allée le chercher. Ils étaient fous de joie. Comme ivres. Ils sont rentrés chez elle. Ils se sont débrouillés pour faire l’amour dans le peu de temps qu’ils avaient. Ils sont tout de suite ressortis pour aller au studio de danse. Ils y sont allés en marchant. Il faisait beau – juste un peu frais pour juin. Ils sont passés par les Grands Boulevards. Devant le bâtiment du Crédit Lyonnais – où son père à elle avait travaillé quand il était jeune, deux étés. Ils sont passés par le Passage Choiseul – toujours en hommage à son père. Là, il a pu lui raconter ce qu’il savait du théâtre des Bouffes Parisiens. Et quand ils sont arrivés au Boulevard de l’Opéra, il a dit : « Ah, l’Opéra ! ». Ça l’a faite rire. Ça l’a fait rire. Oui, elle passait par là deux fois par semaine ! Oui, il était toujours un touriste à la capitale !
 
En arrivant au studio de danse, elle lui a dit qu’elle avait un peu honte parce que l’endroit était vraiment moche. Il a dit qu’elle exagérait sûrement. Ils sont entrés dans la grande maison. Ils ont monté les escaliers. Il faisait l’idiot. Il faisait semblant de se perdre ! Elle l’attendait ! Elle riait. Ils riaient. Ils sont entrés dans la salle. La première chose qu’il a vue, c’est le piano. Au-delà de la laideur de l’endroit. Il a quand même dit que c’était vrai, que l’endroit était vraiment moche. Ça ne l’a pas empêché d’aller tout droit au piano. Pour voir s’il était accordé. Il l’était ! Ils ont ôté les chaises qui occupaient l’espace. Les ont rangées sur le côté. Et puis elle a commencé à balayer, comme elle avait l’habitude de le faire. Il a voulu l’aider. Elle lui a dit qu’elle préférait qu’il joue du piano, quelque chose de tranquille. Il s’est mis à jouer. Quel calme. Quel bonheur. Elle balayait. Il jouait. Elle pensait à son atelier. Il faisait de la musique.
 
L’heure de l’atelier approchait. Les élèves n’arrivaient pas. Il a arrêté de jouer. Alors, elle lui a parlé de son travail de danse. La relaxation. La respiration. Le poids. Elle a voulu lui montrer un exercice qu’elle avait inventé pour sentir le poids du bras. Ils ont essayé. Elle a essayé de l’aider à sentir. Elle n’a pas vraiment réussi. Lui faire détendre le bras. Ça ne marchait pas vraiment. C’était bien là l’intuition qu’elle avait eu. Ce n’était pas vraiment une surprise. Mais lui, il ne le prenait pas mal. On aurait même dit qu’il ne se rendait pas vraiment compte. Ils ont continué. Ça s’est un peu amélioré. Mais au moment de coordonner bras et tête, là, c’était une autre histoire ! Alors, au moment de coordonner bras, tête, bassin, et pieds, pff…! Heureusement, les élèves sont arrivées. Pas nombreuses. En retard. Mais assez pour faire l’atelier. Chacun s’est centré. Calmé.
 
Il a suivi presque tout l’atelier. A sa façon. Il ne s’est arrêté qu’à la fin, au moment de la variation. Pour  regarder. La regarder. Elle l’a senti. Ça l’a un peu troublée, mais elle a essayé de continuer à faire comme si de rien était. Les élèves servaient à ça. Concentration.
 
Quand l’atelier s’est terminé, quand ils ont dit au revoir aux élèves, il y avait encore de la lumière. C’est pour ça qu’elle lui a proposé d’aller manger une soupe japonaise géante, dans la rue Sainte-Anne. A côté. La rue Sainte-Anne était connue pour ça : ses restaurants japonais. L’endroit où elle avait l’habitude d’aller, elle l’avait connu grâce à une amie qu’elle aimait beaucoup, et qu’elle ne voyait presque plus. Les abîmes abyssaux de la vie. De certaines vies. C’était un endroit tout petit et modeste. Sans le moindre artifice décoratif. Elle était heureuse. Heureuse de l’emmener là. De voir que l’endroit lui plaisait autant qu’à elle. Heureuse que ça se voie. Sur lui. Qu’il était heureux. L’emmener là, c’était un peu comme l’emmener dans sa cuisine à elle. Quelque chose de presque intime. Et après le cours de danse – une autre chose intime – c’était fort. Comme il ne savait pas à quel point les soupes étaient énormes, il a voulu des raviolis en plus. Elle a adoré. Ils ont discuté d’une très belle façon. Très vraie. Très facile. Ils ont parlé de la danse – il ne l’avait jamais vue danser. Ils ont parlé de la pédagogie de la danse – du travail avec les adultes. De la respiration. Et au milieu de tout ça, il a dit que l’endroit n’était pas japonais mais coréen. Qu’est-ce qu’elle pouvait bien en savoir ! Ils ont ri. Ils mangeaient. Ils étaient bien. Très bien. Ça lui a presque semblé bizarre, à elle. De se sentir si bien. Si facilement bien. Avec quelqu’un. Avec lui.
 
Ils sont rentrés en marchant. Ils n’étaient pas très loin. Il repartait le lendemain matin. Déjà. Ils sont passés à côté de la Bourse. Ca les a fait rire. A cause de la dissonance ! Il est entré dans une épicerie, acheter de l’eau gazeuse et des biscuits au germe de blé, pour le train. Comme il était drôle ! Il mangeait les mêmes biscuits qu’elle ! Ils sont arrivés chez elle. Heureux. Se sont couchés. Heureux. Il est allé prendre son train le lendemain matin. Seul. Avant, ils s’étaient embrassés pour se dire au revoir.
 
 
 
 
 
 

mercredi 3 avril 2013

Peluche

 
 
 
Ta gentillesse répare mon enfance
 
Tu es comme ce nounours
Le même révélateur
De l’ignorance dans la chair
De ce qu’aurait été
Une enfance
 
La même douceur

Je pleure
 
 
 



Peluche

 

Tu ternura repara mi niñez
 
Sos igual que ese osito de peluche
El mismo revelador
De la ignorancia en la carne
De lo que hubiera sido
Una niñez
 
La misma dulzura

Lloro

 





jeudi 14 mars 2013

Encuentro por el tiempo (XXII)

 
Cuando sonó el despertador a la mañana siguiente, de madrugada, preparó un bolso ligero ella. En el mejor de los casos – si le abría la puerta – se quedaría una noche no más. Y como mayo había llegado, por fin, no necesitaba nada voluminoso. El tren salía sobre las 8h. Muy temprano para la dificultad de ella con el sueño. Sobre las 11h30 llegaría a la ciudad de él. Y seguía sin tener noticia alguna de él. Y seguía sin saber si estaría. Si le abriría. La puerta – para empezar.
 
Para la ocasión – para cuidarse algo a sí misma, reconfortarse algo – se había puesto el vestido negro. El que más le gustaba. Por ser lo necesariamente largo y ancho para ofrecer disimulo y descanso al cuerpo, y a la vez lo suficientemente femenino. Un vestido de baile, le parecía. De bohemia. Para volver a subir al mismo tren que hacía unos pocos días – mas con la angustia en la pansa ahora. Para volver a acudir al mismo libro – lo de la ligereza de la mariposa – por más que lo hubiera terminado ya. Y eso, porque quería volver a leer algunas cosas. Algunas cosas que le habían dejado una sensación como de incomprensión. Y como estaba necesitando entender – entenderlo a él, en realidad, mas como eso parecía imposible… No se le ocurrió otra cosa que arrimarse a lo de siempre: los libros. El entender conceptual. En general.
 
Quería revisar algo sobre el desacuerdo que abarca el amor. Algo que explicaba cómo el amar de verdad no se paraba en la contingencia de los desacuerdos cotidianos. Y ahí sí que lo entendió. Por lo cual, pensó que capaz había sido ella demasiado impaciente con él. Que capaz ella había carecido de amor para él, al no respetar su ritmo – más lento que el de ella. ¿Capaz la inmadura había sido sólo ella? Se quedaba presa de la duda, otra vez. Dentro del conflicto entre eso que acababa de entender – teóricamente – de la tolerancia amorosa, y la sensación abisal de falta de respeto de él para ella. ¿Quién tenía la culpa? ¿Quién era el loco? La pregunta de siempre. Otra vez. Cuando la víspera, había conseguido arrancarse de la duda – de la locura.
 
Sobre las 10h le mandó un mensajito ella para decirle que estaba en el tren, y que llegaría a su casa sobre el mediodía.
¡Contestó!
¡Estaba vivo! ¡Hablaba! ¡Le hablaba a ella!
Escribió que la esperaba en casa. Que tenía que tomarse la línea C del tranvía, dirección a Les Aubiers. Ya lo sabía ella. Mas le alegró igual que se preocupara algo él. Que le ayudara algo para ubicarse. Para llegar. Hasta su casa.
 
Había sol en la ciudad de él. El mismo sol que en la ciudad de ella, pero diferente. Sol de sur. Lo que tanto la nutría a ella. Lo que le había permitido otro idioma. Había sol en el tranvía de la ciudad de él. Nada que ver con el subte de la ciudad de ella. Y le parecía a ella que hacía tanto que no había sentido el sol. Sobre la piel. Se agarró de ello. Se consoló pensando que si llegara a echarla, se arroparía en el calor del sol. Bajó del tranvía en la Puerta de Borgoña. Subió la avenida ancha. Llegó a la callejuela de la casa de él. Volvía a estrecharse el espacio. Volvía a disminuir la luz del sol. Tocó el timbre de la puerta. Abrió él. Subió ella los cuatro pisos. La puerta del departamento estaba abierta. Estaba haciendo él… algo. Entró ella.
 
No parecía tan enfurecido él. Mas tampoco se le acercó. Tampoco la abrazó. Estaba haciendo… algo. Entre frío y no cerrado del todo. Le propuso café. El a ella. Pensó ella que era buena señal. Porque era costumbre de él hacer(le) café. Y si no modificaba sus costumbres, si seguía proponiéndole café, capaz no estaba perdido todo. Notó ella que se había comprado un árbol. Y que eso era lo que estaba haciendo: cuidar el árbol. Le encantó a ella. Le encantó que hubiera comprado un árbol, para poner en una buhardilla. Decía él que era una planta de Australia. Que la había comprado al despedirse de su madre, hacía un rato. Era cierto que este fin de semana había estado con su madre. Que había venido la madre a tomar el avión para regresar a Argel. Le gustó a ella que se hubiera comprado un árbol al despedirse de su madre.
 
Se sentaron frente a frente, con el café entre los dos, en la mesa de formica negro. Habló ella. Claro. Le preguntó si estaba tan enojado él con ella. Le dijo él que no. Le preguntó ella que por qué la había dejado así sin respuesta todo ese tiempo. Dijo él que no había tenido tiempo. No entendió muy bien ella. Mas sintió que no era mentira del todo. Que más bien, era mentira de quien no sabe qué contestar, ni tampoco por qué no sabe qué contestar. Le preguntó ella si eso había tenido que ver con lo que le había dicho de la «violencia» de ella. Dijo él que no. Que no era violenta ella. Que sabía él que no. Se alivió ella. ¡Tanto! Que casi ya no importaba nada del por qué y del cómo. No la había huido por su violencia. Y con eso bastaba. A ella, casi que le bastaba. Hablaron. De verdad. Como no lo habían hecho nunca. De lo de cada uno. Del miedo de él, después de los ochos años de vida con la persona inadecuada. De la necesidad de ella de comprensión – «comprensión» como el con-prender de la etimología –, de compartir. Algo.
 
Comieron. Durmieron la siesta. Estuvieron bien, otra vez. Más de verdad. Durmieron juntos. Volvió a tomar el tren ella. La acompañó él. Seguía el sol.
 
 
 
 
 
 
Rencontre à travers le temps (XXII)
 
 
Quand le réveil a sonné le lendemain matin, de bonne heure, elle a préparé un petit sac. Dans le meilleur des cas – s’il lui ouvrait la porte – elle ne resterait pas plus d’une nuit. Et comme mai était enfin arrivé, elle n’avait besoin de rien de bien volumineux. Le train partait vers 8h. Et c’était bien assez tôt pour son conflit avec le sommeil. Vers 11h30 elle arriverait dans sa ville. Elle n’avait toujours pas la moindre nouvelle de lui. Elle ne savait toujours pas s’il serait là. S’il lui ouvrirait. La porte – pour commencer.
 
Pour l’occasion – il fallait bien prendre un tant soit peu soin d’elle, se réconforter un minimum – elle avait mis sa robe noire. Celle qu’elle préférait. Parce qu’elle était comme il fallait, longue et large pour permettre la dissimulation et le repos du corps, et en même temps, suffisamment féminine. Une robe de danse, elle trouvait. De bohémienne. Pour remonter dans le même train que quelques jours plus tôt – avec l’angoisse au ventre, cette fois. Où elle en appelait au même livre – sur la légèreté du papillon – alors qu’elle l’avait fini. Parce qu’elle voulait relire des choses. Des choses qui lui avaient laissé comme une sensation d’incompréhension. Et comme elle avait besoin de comprendre – de le comprendre, lui, en réalité, mais comme il semblait que ce n’était pas possible… Elle ne trouvait rien de mieux que s’agripper là où elle s’était toujours agrippée : les livres. Comprendre conceptuellement. En général.
 
Elle voulait revoir quelque chose sur le désaccord compris dans l’amour. Quelque chose qui expliquait comment le fait d’aimer vraiment ne s’arrêtait pas à la contingence des désaccords quotidiens. Et là, elle a compris. Et là, elle s’est dit que peut-être qu’elle avait été trop impatiente, avec lui. Que peut-être qu’elle avait manqué d’amour, pour lui, en ne parvenant pas à respecter son rythme à lui – plus lent que le sien. Que peut-être que c’était elle, qui avait été immature ? Elle s’est remise à douter. Au milieu du désaccord entre ce qu’elle venait de comprendre – théoriquement –, de la tolérance amoureuse, et ce qu’elle ressentait de façon abyssale, de son manque de respect, à lui. A qui la faute ? Qui est fou ? Toujours la même question. Encore. Quand la veille, elle avait réussi à s’extraire du doute – de la folie.
 
Vers 10h elle lui a envoyé un sms pour dire qu’elle était dans le train, et qu’elle arriverait chez lui vers midi.
Il a répondu !
Il était vivant ! Il parlait ! Il lui parlait !
Il a écrit qu’il l’attendrait chez lui. Qu’il fallait qu’elle prenne la ligne C du tram, direction Les Aubiers. Elle le savait déjà. Mais ça l’a apaisée de voir qu’il se souciait un peu d’elle. De voir qu’il l’aidait un peu à s’orienter. Pour arriver. Chez lui.
 
Il y avait du soleil dans sa ville. Le même soleil que dans sa ville à elle, mais différent. Le soleil du sud. Qui la nourrissait tant. Qui lui avait permis une autre langue. Il y avait du soleil dans le tram de sa ville. Rien à voir avec le métro de sa ville à elle. Et elle avait l’impression, qu’il y avait longtemps qu’elle n’avait pas senti le soleil. Sur sa peau. Elle s’en est tenue à ça. Elle s’est dit que s’il devait la jeter, elle pourrait toujours s’envelopper dans la chaleur du soleil. Elle est descendue du tram, Porte de Bourgogne. Elle a remonté la grande avenue. Elle est arrivée dans la petite rue où il habitait. L’espace se rétrécissait à nouveau. La lumière du soleil diminuait à nouveau. Elle a sonné à l’interphone. Il a ouvert. Elle a monté les quatre étages. La porte de son appartement était ouverte. Il était en train de faire… quelque chose. Elle est entrée.
 
Il n’avait pas l’air si en colère. Il ne s’est pas non plus approché. Il ne l’a pas non plus embrassée. Il était en train de faire… quelque chose. Distant et pas totalement fermé. Il lui a proposé du café. Lui à elle. Elle s’est dit que c’était bon signe. Parce qu’il avait l’habitude de (lui) faire du café. Et que s’il ne changeait pas ses habitudes, s’il lui proposait encore du café, peut-être que tout n’était pas perdu. Elle a vu qu’il s’était acheté un arbre. Que c’était ça qu’il était en train de faire : s’occuper de l’arbre. Ça lui a plu. Ça lui a plu qu’il ait acheté un arbre pour mettre sous les toits. Il a dit que c’était une plante d’Australie. Qu’il l’avait achetée après avoir dit au revoir à sa mère, tout à l’heure. Il avait été avec sa mère ce week-end, c’était vrai. Elle était venue prendre l’avion pour retourner à Alger. Ça lui a plu, à elle, qu’il ait acheté un arbre après avoir dit au revoir à sa mère.
 
Ils se sont assis face à face, avec le café au milieu, sur la table en formica noir. C’est elle qui a parlé. Bien sûr. Elle lui a demandé s’il était à ce point en colère contre elle. Il a dit que non. Elle lui a demandé pourquoi il l’avait laissée comme ça, sans réponse, pendant tout ce temps. Il a dit qu’il n’avait pas eu le temps. Elle n’a pas très bien compris. Mais elle a pu percevoir que ce n’était pas tout à fait un mensonge. Que c’était plutôt le mensonge de quelqu’un qui ne sait pas quoi répondre, ni pourquoi il ne sait pas quoi répondre. Elle lui a demandé si ça avait eu à voir avec ce qu’il avait dit de sa « violence » à elle. Il a dit que non. Qu’elle n’était pas violente. Qu’il savait qu’elle ne l’était pas. Ça l’a soulagée. Tellement ! Que ça ne comptait presque plus, le pourquoi et le comment. Il ne l’avait pas fuie à cause de sa violence. Et ça lui suffisait. A elle, ça lui suffisait presque. Ils ont parlé. En vrai. Comme ils ne l’avaient encore jamais fait. Des choses de chacun. De sa peur à lui, après les huit années passées avec la mauvaise personne. De son besoin à elle, de compréhension – « compréhension » comme le prendre-avec de l’étymologie –, de partage. De quelque chose.
 
Ils ont mangé. Ils ont fait la sieste. Ils ont été bien, à nouveau. Plus en vrai. Ils ont dormi ensemble. Elle a repris le train. Il l’a accompagnée. Il y avait encore du soleil.