Había vuelto el sol. Había vuelto a lo suyo ella. Las cosas parecían
estar en su lugar. No había realmente fecha de reencuentro. Hasta que… ¡Llamó él!
Para decir que se venía a la mañana siguiente. Temprano. Era un lunes a la
noche. De junio. Venía a la mañana para regresar el miércoles a la mañana – a
la tarde empezaba el laburo. ¡La sorprendió tanto! ¡Que hiciera tanto viaje, así,
para tan poco tiempo! ¡Para verla a ella! Le pareció casi raro. Sospechoso.
¿Alguien haciendo algo para ella…? Seguro algo era de temer… Sintió que se iba poniendo
poco racional. Pero estaba tan poco acostumbrada a las sorpresas… buenas. ¿En
serio venía él a verla, así? La felicidad le era tan extraña, la de verdad, que
no pudo dejar de mezclarla con la incertidumbre. ¡Cuánta felicidad! ¡Cuánto
miedo! ¡Venía a verla!
Llegaría a la mañana. Temprano. Tendría que madrugar. Llegaría a casa de
ella mientras ella estaría fuera. Así que cuando regresaría a su casa, se lo
encontraría. ¡Qué fiesta! Pero cuando lo llamó ella al salir de eso que había tenido
que hacer, pensando que estaba ya en su casa, le contestó muy enojado. ¡No se
había despertado! ¡No se había tomado el tren! Ah. Con razón no se lo había creído
del todo ella… Iba pensando eso, y le hacía mal. Cuando iba insistiendo él. ¡En
que quería venir! ¡Ya! ¡En que estaba buscando otro tren! ¡En que le daba igual!
¡En que quería verla! Bueno, a ver…
Llegaría a mediados de la tarde. ¿Le convenía a ella? Si no podía venir
a buscarle en la estación, daba igual, podía llegar él solo a su casa. Sí, le
convenía. Sí, podía ir a buscarle en la estación. ¡¿Cómo no?! Luego tendrían
que regresar rápido a su casa, para salir rápido, porque a las 18h30 daba su taller
de danza-teatro. Quería venir él. Dijo él que quería venir. Hacerlo. Bailar.
¡Qué cosa! Caliente-frío-caliente. Adentro de ella. Mucha mezcla. Pero por
ahora parecía que ahí se quedaba la cosa. Caliente…
Fue a buscarlo. Estaban locos de felicidad los dos. Como ebrios. Volvieron
a casa. Se las arreglaron para hacer el amor con el poco tiempo que tenían.
Salieron ya para ir al estudio de danza. Fueron caminando. Hacía buen tiempo –
aunque algo fresco para junio. Pasaron por los Grandes Bulevares. Delante el
edificio antiguo del Crédit Lyonnais – donde había trabajado de joven el padre
de ella durante dos veranos. Pasaron por el pasaje Choiseul – también como
homenaje al padre de ella. Ahí pudo contarle él sobre el teatro de los Bouffes
Parisiens. Y al llegar al bulevar de la Opera, dijo él: «¡Ah, la Opera!». Se rio ella. Se rio él. Sí, ella
pasaba por ahí dos veces a la semana. ¡Sí el no dejaba de ser un turista en la
capital!
Al llegar al estudio de danza le dijo ella que le daba algo de vergüenza
porque el lugar era muy feo. Dijo él que seguro exageraba ella. Entraron en el caserón.
Subieron las escaleras. Él iba haciendo el tonto. Se iba perdiendo. Ella lo
esperaba. Se reía. Se reían. Entraron en la sala. Lo primero que vio él, fue el
piano. Más allá de que fuera tan feo el lugar. Dijo que sí, que estaba feo el
lugar. Pero igual fue recto al piano. A averiguar cómo estaba acordado. ¡Lo
estaba! Quitaron todas las sillas del espacio. Las guardaron de lado. Empezó a
barrer ella, como de costumbre. La quiso ayudar él. Dijo ella que prefería que
tocara el piano, algo tranquilo. Empezó a tocar. Qué paz. Qué placer. Barría
ella. Tocaba él. Pensaba en su taller ella. Hacía música él.
Llegaba la hora de la clase. No llegaban las alumnas. Dejó de tocar él.
Le empezó a hablar de su trabajo de danza ella. De la relajación. De la
respiración. Del peso. Quiso practicar con él algún ejercicio que se había
inventado para sentir el peso del brazo. Intentaron. Intentaba ella hacer que él
sintiera. No lo conseguía mucho. Intentaba ella relajarle el brazo. No acertaba
mucho. Igual, ya lo había intuido ella. No se sorprendió. Igual, no se lo
tomaba mal él. Inclusive parecía que no se daba cuenta. Siguieron. Iba
mejorando la cosa. ¡Pero, en el momento de coordinar brazo y cabeza, ya era
otra cosa! ¡Y en el de coordinar brazo, cabeza, cadera, pies, pff! Por suerte
llegaban las alumnas. Pocas. Con retraso. Pero suficientemente para dar el
taller. Cada uno se centró. Se relajó.
Siguió él casi todo el taller. A su manera. Sólo se paró en el momento
final de la coreografía. Para mirar. Mirarla. Lo sentía ella. La turbaba algo
pero seguía intentando hacer como si nada. Para eso estaban las alumnas. Concentración.
Cuando terminó el taller, cuando se despidieron las chicas, aun había
luz. Por eso le propuso ella ir a comer una sopa japonesa enorme en la calle de
Santa Ana. Al lado. La calle de Santa Ana era famosa para eso: los restaurantes
japoneses. El lugar donde siempre iba ella, lo había conocido por una amiga que
quería mucho, y ya no veía mucho. Los abismos abismales de la vida. De ciertas
vidas. Era un lugar muy pequeño y muy humilde. Sin ningún artificio decorativo.
Estaba feliz ella. Feliz con llevarlo ahí. Con ver que le gustaba el lugar
tanto como a ella. Con que se le viera. Que le gustaba. A él. Llevarlo ahí era
algo como llevarlo a la propia cocina. Algo casi íntimo. Después de la clase de
danza – otra cosa muy íntima – era muy fuerte. Porque no sabía él como era de
gigante la sopa, quiso ravioles también. Le encantó a ella. Hablaron muy lindo.
Muy de verdad. Muy fácil. Hablaron de la danza de ella – él nunca la había
visto bailar. Hablaron de le pedagogía de la danza – del trabajar con adultos.
De la respiración. Y entre todo eso, le dijo él que el lugar no era japonés
sino coreano. ¡¿Qué sabía ella?! Se rieron. Comían. Estaban a gusto. Muy a gusto.
Como que casi se extrañó ella. Sentirse tan bien. Tan fácilmente bien. Con
alguien. Con él.
Fueron regresando a casa caminando. No estaban lejos. A la mañana
siguiente se iba él. Ya. Pasaron por la Bolsa. Se rieron. Por el desacorde.
Entró él en una tienda, a comprar agua con gas y galletitas de germen de trigo,
para el tren. ¡Qué gracia le causaba él a ella! ¡Comía las mismas galletitas
que ella! Llegaron a casa. Felices. Se acostaron. Felices. Se fue a tomar el
tren él a la mañana siguiente. Solo. Antes se habían besado para despedirse.
Rencontre à travers le temps (XXIII)
Le soleil était revenu. Elle était
retournée à ses affaires. Les choses semblaient être à leur place. Il n’y avait
pas vraiment de date de nouvelle rencontre. Jusqu’à ce qu’… il appelle ! Pour
dire qu’il arriverait le lendemain matin ! Tôt. C’était un lundi soir. De
juin. Il voulait venir le lendemain matin pour repartir le mercredi matin –
l’après-midi il commençait le travail. Ça l’a tellement surprise ! Qu’il
veuille faire tout ce voyage, comme ça, pour si peu de temps ! Pour la
voir, elle ! Que ça lui a semblé presque bizarre. Suspect… Quelqu’un qui voulait
faire quelque chose pour elle… ? Il y avait sûrement quelque chose à
craindre… Elle a bien senti qu’elle s’éloignait du rationnel. Mais elle avait si
peu l’habitude des bonnes surprises. Il allait vraiment venir la voir ? Comme
ça ? Elle avait si peu l’habitude du bonheur, le vrai, qu’elle n’a pas pu s’empêcher
de la mêler à l’incertitude. Quel bonheur ! Quelle inquiétude ! Il
venait la voir !
Il arriverait le matin. Tôt. Il se
lèverait aux aurores. Il arriverait chez elle, quand elle n’y serait pas. C’est
dire que quand elle rentrerait, il serait là. Quel bonheur ! Pourtant,
quand elle l’a appelé, en sortant de ce qu’elle avait eu à faire, pensant qu’il
était chez elle, il a répondu en colère. Il ne s’était pas réveillé ! Il
n’avait pas pris le train ! Ah. Elle avait donc bien eu raison de ne pas y
croire tout à fait… C’est ce qu’elle se disait, et ça lui faisait mal. Alors
que lui, il insistait. Il voulait venir ! Tout de suite ! Il était en
train de chercher un autre billet ! C’était pas grave ! Il voulait la
voir ! Bon…
Il arriverait en milieu
d’après-midi. C’était bon, pour elle ? Si elle ne pouvait pas venir le
chercher à la gare, c’était pas grave, il pouvait venir tout seul chez elle.
Oui, c’était bon pour elle. Oui, elle pourrait aller le chercher à la gare.
Bien sûr ! Après, il faudrait rentrer vite chez elle, pour vite ressortir,
parce qu’à 18h30 elle donnait son atelier de danse-théâtre. Il voulait venir.
Il a dit qu’il voulait venir. Le faire. Danser. Ca alors !
Chaud-froid-chaud. A l’intérieur d’elle. Beaucoup de mélange. Mais pour le
moment, ça semblait en rester là. Chaud…
Elle est allée le chercher. Ils
étaient fous de joie. Comme ivres. Ils sont rentrés chez elle. Ils se sont
débrouillés pour faire l’amour dans le peu de temps qu’ils avaient. Ils sont
tout de suite ressortis pour aller au studio de danse. Ils y sont allés en
marchant. Il faisait beau – juste un peu frais pour juin. Ils sont passés par
les Grands Boulevards. Devant le bâtiment du Crédit Lyonnais – où son père à
elle avait travaillé quand il était jeune, deux étés. Ils sont passés par le Passage
Choiseul – toujours en hommage à son père. Là, il a pu lui raconter ce qu’il
savait du théâtre des Bouffes Parisiens. Et quand ils sont arrivés au Boulevard
de l’Opéra, il a dit : « Ah, l’Opéra ! ». Ça l’a faite rire.
Ça l’a fait rire. Oui, elle passait par là deux fois par semaine ! Oui, il
était toujours un touriste à la capitale !
En arrivant au studio de danse,
elle lui a dit qu’elle avait un peu honte parce que l’endroit était vraiment
moche. Il a dit qu’elle exagérait sûrement. Ils sont entrés dans la grande
maison. Ils ont monté les escaliers. Il faisait l’idiot. Il faisait semblant de
se perdre ! Elle l’attendait ! Elle riait. Ils riaient. Ils sont entrés
dans la salle. La première chose qu’il a vue, c’est le piano. Au-delà de la
laideur de l’endroit. Il a quand même dit que c’était vrai, que l’endroit était
vraiment moche. Ça ne l’a pas empêché d’aller tout droit au piano. Pour voir s’il
était accordé. Il l’était ! Ils ont ôté les chaises qui occupaient l’espace.
Les ont rangées sur le côté. Et puis elle a commencé à balayer, comme elle avait
l’habitude de le faire. Il a voulu l’aider. Elle lui a dit qu’elle préférait
qu’il joue du piano, quelque chose de tranquille. Il s’est mis à jouer. Quel calme.
Quel bonheur. Elle balayait. Il jouait. Elle pensait à son atelier. Il faisait
de la musique.
L’heure de l’atelier approchait.
Les élèves n’arrivaient pas. Il a arrêté de jouer. Alors, elle lui a parlé de
son travail de danse. La relaxation. La respiration. Le poids. Elle a voulu lui
montrer un exercice qu’elle avait inventé pour sentir le poids du bras. Ils ont
essayé. Elle a essayé de l’aider à sentir. Elle n’a pas vraiment réussi. Lui
faire détendre le bras. Ça ne marchait pas vraiment. C’était bien là
l’intuition qu’elle avait eu. Ce n’était pas vraiment une surprise. Mais lui, il
ne le prenait pas mal. On aurait même dit qu’il ne se rendait pas vraiment compte.
Ils ont continué. Ça s’est un peu amélioré. Mais au moment de coordonner bras
et tête, là, c’était une autre histoire ! Alors, au moment de coordonner bras,
tête, bassin, et pieds, pff…! Heureusement, les élèves sont arrivées. Pas nombreuses.
En retard. Mais assez pour faire l’atelier. Chacun s’est centré. Calmé.
Il a suivi presque tout l’atelier. A
sa façon. Il ne s’est arrêté qu’à la fin, au moment de la variation. Pour regarder. La regarder. Elle l’a senti. Ça l’a
un peu troublée, mais elle a essayé de continuer à faire comme si de rien
était. Les élèves servaient à ça. Concentration.
Quand l’atelier s’est terminé,
quand ils ont dit au revoir aux élèves, il y avait encore de la lumière. C’est
pour ça qu’elle lui a proposé d’aller manger une soupe japonaise géante, dans
la rue Sainte-Anne. A côté. La rue Sainte-Anne était connue pour ça : ses
restaurants japonais. L’endroit où elle avait l’habitude d’aller, elle l’avait
connu grâce à une amie qu’elle aimait beaucoup, et qu’elle ne voyait presque plus.
Les abîmes abyssaux de la vie. De certaines vies. C’était un endroit tout petit
et modeste. Sans le moindre artifice décoratif. Elle était heureuse. Heureuse
de l’emmener là. De voir que l’endroit lui plaisait autant qu’à elle. Heureuse
que ça se voie. Sur lui. Qu’il était heureux. L’emmener là, c’était un peu
comme l’emmener dans sa cuisine à elle. Quelque chose de presque intime. Et après
le cours de danse – une autre chose intime – c’était fort. Comme il ne savait
pas à quel point les soupes étaient énormes, il a voulu des raviolis en plus.
Elle a adoré. Ils ont discuté d’une très belle façon. Très vraie. Très facile.
Ils ont parlé de la danse – il ne l’avait jamais vue danser. Ils ont parlé de
la pédagogie de la danse – du travail avec les adultes. De la respiration. Et
au milieu de tout ça, il a dit que l’endroit n’était pas japonais mais coréen.
Qu’est-ce qu’elle pouvait bien en savoir ! Ils ont ri. Ils mangeaient. Ils
étaient bien. Très bien. Ça lui a presque semblé bizarre, à elle. De se sentir
si bien. Si facilement bien. Avec quelqu’un. Avec lui.
Ils sont rentrés en marchant. Ils
n’étaient pas très loin. Il repartait le lendemain matin. Déjà. Ils sont passés
à côté de la Bourse. Ca les a fait rire. A cause de la dissonance ! Il est
entré dans une épicerie, acheter de l’eau gazeuse et des biscuits au germe de
blé, pour le train. Comme il était drôle ! Il mangeait les mêmes biscuits qu’elle !
Ils sont arrivés chez elle. Heureux. Se sont couchés. Heureux. Il est allé
prendre son train le lendemain matin. Seul. Avant, ils s’étaient embrassés pour
se dire au revoir.