mardi 20 novembre 2012

Encuentro por el tiempo (XV)

 
 
Caminaba ella al lado de él. Siguiendo los raíles del tranvía. Mas era casi peor que haber estado sola, encima paseando por aquella ciudad que no le gustaba para nada. Sentía cómo le estaba creciendo la angustia. El parálisis que la hacía incapaz de generar lo que fuera. De decir algo. De significar algo de lo que padecía: que estaba necesitando que le hiciera caso. De enojarse. De decirle que si quería seguir con ella iba a tener que esforzarse en cuidarla algo más. Que ella ya no quería nunca más sentir que alguién la consideraba como planta o peor. Llegaron a la catedral.
 
Ella odiaba los edificios religiosos cristianos. Tanta muerte. Tanto gusto por tanta muerte tan horrorosa. Tanta sangre. Tantos cuerpos tan doloridos, rostros tan lacrimosos. La exasperaba. La indignaba. La exposición era tipo halucinaciones sobre imágenes de Cristo. Estaba harta ella. No entendía tanto macabrismo hecho fe. Intercambiaron palabras respecto a las imágenes. A él le interesaba mucho las representaciones cristianas porque se había criado entre una iglesia y una mezquita. La representación del cuerpo dolorido y la prohibición de la representación sagrada. Ella prefería las mezquitas. De lejos. Naturaleza y geometría. A él le preocupaba mucho el tema religioso por motivo artístico. Por la identidad de él. Por el exilio. Por el momento histórico que hiciera que huyera de su tierra. Por el momento histórico en que estábamos. Ella pensaba fuera del tema religioso. Fuera de aquella forma de alienación ideológica que la exasperaba. Salieron de ahí.
 
Por lo menos la charla medio artística había reanudado alguna forma de diálogo. Mas ella sabía que seguía cierto parálisis. Que para intentar aliviarse de él, tenía que alejarse un rato. De él. Dejar que hiciera él lo que tenía que hacer, e intentar divertirse con el descubrir de la ciudad. Por los ojos propios. Fuera de los de él. No tenía ganas. Ya sabía que no le gustaba esa ciudad. Mas también sabía que tenía que despegarse. Para intentar recuperar el centro propio. La única garantía en contra del desequilibrio. Capaz él también necesitaba recuperar algo de aire propio y no se daba cuenta. Ella se daba cuenta. Para los dos. Lo dejó en un bar en que iba a menudo. Iba a seguir escribiendo lo de los relojes. Y eso sí que le gustaba a ella.
 
Fue en busca de la famosa calle peatonal que había en la ciudad. La más larga de Europa, decían. Mas el tiempo era tan gris. Y encima lunes, en una ciudad de provincia. Lo que más la podía angustiar… Igual que un viaje más hacia el pasado que había tenido que huir. Llovía. Cada vez más. No tenía paraguas. Nunca tenía paraguas. Pensó que tendría que encontrar un lugar para resguardarse del agua. Esperar algo. A que se alejara el nubarrón. Un café lindo hubiera sido buena opción. Para escribir, tal vez. No encontró. Nada para emprender el más mínimo viaje. Interior. Otra opción hubiera sido pasar delante de alguna tienda que la hubiera atraído como un imán. Tampoco ocurrió. Como que lo único parecía ser regresar al bar donde estaba él. Sentarse ahí también, al lado de él. A escribir, también. No le parecía muy buena opción. Mas estaba harta de deambular en el centro de esa ciudad buscándole el sabor que no le conseguía encontrar. Por eso pensó que podría ser una opción sentarse a escribir al lado de él. Y como no había otra…
 
Así que él escribía. En el lugar de siempre. Con una copa de vino. Blanco. Ella sentía que no estaba ya para vino. Tampoco quería más café. Pidió algo medio imprevisible: járabe de melocotón con agua. Del grifo. El señor del bar se lo sirvió con sonrisa linda. Sacó el cuaderno ella. Mas no pudo escribir nada. Por la inquietud de adentro que aun sentía demasiado. Sacó el libro. El mismo que cuando el viaje en tren. Lo de la ligereza de la mariposa. Con eso sí, se rompía la soledad. Mas capaz que, sí, la ponía aun más lejos de él. Seguro, fuera de su alcance. Mas por lo menos pudo reencontrarse algo y tranquilizarse algo. Leyó largo rato. El no paraba de escribir. Parecía feliz y estaba muy prolifijo. Volvió a pedir vino. Cambió para tinto. Ella ya estaba harta de leer. Cerró el libro. De nuevo estaba como esperándole. A sentir que lo estaba esperando. Sacó papel ella para distraerse organizando cosas de la clase de danza. Le funcionó. Se entretuvo un rato. Inclusive llegó a pedir una copa de vino. También tinto. El clima de otoño, por más que fuera mayo, pedía tinto.
 
Al rato dijo él que ya casi terminaba. Hablaron sobre qué hacer luego, a la noche, la última de aquella primera estancia de ella en la ciudad de él, en la casa de él. Miraron en el periódico qué ponían en el cine. Ambos querían ver Barbara, una película alemana que ponían. Con él, sí que compartía el gusto estético. Por lo menos. Mas no la ponían antes de la sesión de las 22h. Con entusiasmo - primera vez en todo el día - dijo él que la quería invitar a comer fideos en un lugar italiano que quedaba muy cerca. También tendrían que vigilar la hora para ir al cine. Ella ya no quería vigilar nada. Sólo necesitaba que se reanudara la conexión entre los dos. Sentir que sólo había sido un rato. Que hondamente seguía la conexión. Salieron al lugar italiano. Ella no quería estar pendiente del reloj mas no dijo nada respecto a lo del cine. Confiaba en que si se reanudaba la conexión, tampoco iba a pensar él en cortarla, para respetar un horario de antemano. De cabeza. No de cuerpo. Ella necesitaba cuerpo.
  
 
 



Rencontre à travers le temps (XV)

 
Elle marchait à côté de lui. Le long des rails du tram. Pourtant c’était presque pire que si elle avait été seule, qui plus est à se promener dans cette ville qu’elle n’aimait pas. Elle sentait l’angoisse monter. La paralysie qui la rendait incapable de générer quoi que ce soit. De dire quelque chose. De signifier quelque chose de ce dont elle souffrait : qu’elle avait besoin qu’il fasse un peu attention à elle. De se mettre en colère. De lui dire que s’il voulait rester avec elle, il allait falloir qu’il fasse un petit effort pour prendre un peu plus soin d’elle. Qu’elle ne voulait plus jamais avoir l’impression que quelqu’un la prenne pour une plante ou pire. Ils sont arrivés à la cathédrale.

Elle avait horreur des monuments religieux catholiques. Toute cette mort. Tout ce goût pour cette mort atroce. Tout ce sang. Tous ces corps si douloureux, ces visages si lacrymaux. Ca l’exasperait. Ca l’indignait. L’exposition était un genre d’hallucinations sur des images christiques. Elle n’en pouvait plus. Elle ne comprenait pas que tout ce macabre puisse être fait foi. Ils ont échangé quelques mots concernant les images. Il s’intéressait beaucoup aux représentations chrétiennes parce qu’il avait grandi entre une église et une mosquée. La représentation du corps douloureux et l’interdiction de la représentation sacrée. Elle préférait les mosquées. De loin. Nature et géométrie. La question religieuse était très présente dans sa démarche artistique à lui. A cause de son identité. De l’exil. A cause du moment historique qui avait fait qu’il avait dû quitter sa terre. A cause du moment historique dans lequel on était. Elle, elle pensait loin de la question religieuse. Loin de cette forme d’aliénation idéologique qui l’exaspérait. Ils sont sortis de la cathédrale.

Au moins, la discussion plus ou moins artistique concernant l’exposition avait permis de renouer une forme de dialogue. Mais elle savait aussi qu’une forme de paralysie continuait. Et que pour essayer de s’en extraire, il fallait qu’elle s’éloigne de lui un moment. Le laisser à ses choses, et essayer de se distraire en découvrant la ville. Par ses propres yeux. Hors des siens, à lui. Elle n’en avait pas vraiment envie. Elle savait déjà qu’elle n’aimait pas cette ville. Mais elle savait aussi qu’il fallait qu’elle s’éloigne. De lui. Pour essayer de retrouver son centre. A elle. La seule garantie contre le déséquilibre. Peut-être qu’il avait aussi besoin de récupérer un peu d’air à lui, et qu’il ne s’en rendait pas compte. Elle, elle s’en rendait compte. Pour les deux. Elle l’a laissé dans un bar où il avait l’habitude d’aller. Il continuerait à écrire ses horloges. Ca, ça lui plaisait bien à elle.

Elle s’est mise à la recherche de la fameuse rue piétonne qu’il y avait dans cette ville. La plus longue d’Europe, soit-disant. Mais il faisait si gris. En plus un lundi, dans une ville de province. Ca avait tout pour l’angoisser… Comme un voyage de plus vers ce passé qu’elle avait dû fuir. Il pleuvait. De plus en plus. Elle n’avait pas de parapluie. Elle n’avait jamais de parapluie. Elle s’est dit que ça serait bien de trouver un endroit pour se protéger de l’eau. Attendre un peu. Que s’éloigne la perturbation. Un beau café aurait été une bonne possibilité. Pour écrire, peut-être. Elle n’a rien trouvé. Rien pour entreprendre le moindre voyage. Intérieur. Une autre possibilité aurait été de passer devant une quelconque boutique qui aurait pu l’attirer comme un aimant. Ca n’est pas non plus arrivé. On aurait dit que la seule chose à faire était de retourner au bar où elle l’avait laissé. S’y assoir aussi, à côté de lui. Et écrire, aussi. Ca ne lui semblait pas une très bonne idée. Mais elle en avait marre de déambuler dans le centre de cette ville à la recherche de la saveur qu’elle n’arrivait pas à lui trouver. C’est pour ça qu’elle s’est dit que ça pouvait être une possibilité, s’assoir pour écrire à côté de lui. Et comme il n’y en avait pas d’autre…

Ainsi, il était en train d’écrire. Là où il allait toujours. Avec un verre de vin. Blanc. Elle, elle sentait que ce n’était pas encore le moment du vin. Elle ne voulait pas non plus prendre un autre café. Elle a demandé quelque chose d’imprévisible : un sirop de pêche avec de l’eau. Du robinet. Le monsieur du bar le lui a servi avec un beau sourire. Elle a sorti son carnet. Mais elle n’a rien pu écrire. A cause de l’inquiétude de dedans qu’elle sentait encore trop. Elle a sorti son livre. Le même que pendant le voyage en train. Sur la légèreté du papillon. Avec ça oui, la solitude était rompue. Mais peut-être, oui, que ça la plaçait encore plus loin de lui. C’était sûr, hors de sa portée. Mais au moins, elle a pu se retrouver un peu et se rasséréner un peu. Elle a lu un long moment. Lui n’arrêtait pas d’écrire. Il avait l’air heureux et était très prolifique. Il a redemandé  du vin. Il a changé pour du rouge. Elle, elle en avait un peu marre de lire. Elle a fermé le livre. A nouveau elle était plus ou moins à l’attendre. A avoir l’impression d’être en train de l’attendre. Elle a sorti du papier pour se distraire en organisant les choses de son cours de danse. Ca a marché. Elle s’est occupée un moment. Elle a même demandé un verre de vin. Rouge aussi. Le climat d’automne, alors qu’on était en mai, demandait du rouge.

Il a bientôt dit qu’il avait presque terminé. Ils ont parlé de ce qu’ils allaient faire après, le soir, la dernière soirée de son premier séjour dans sa ville à lui, dans sa maison à lui. Ils ont regardé dans le journal ce qu’il y avait au cinéma. Ils voulaient tous les deux voir Barbara, un film allemand qui était à l’affiche. Avec lui, ça oui, elle partageait le goût esthétique. Au moins. Mais le film n’était pas avant la séance de 22h. Avec enthousiasme - pour la première fois de toute la journée - il a dit qu’il voulait l’inviter à manger des pâtes dans un endroit italien qui était tout près. Il faudrait aussi qu’ils fassent attention à l’heure pour le cinéma. Elle, elle ne voulait plus faire attention à rien. Elle avait juste besoin que se renoue la connexion entre eux. De sentir que ça n’avait été qu’un moment. Que dans les profondeurs, la connexion demeurait. Ils sont allés à l’endroit italien. Elle ne voulait pas être suspendue à sa montre, mais elle n’a rien dit concernant le cinéma. Elle voulait croire que si la connexion se renouait, il n’aurait pas l’idée de la couper, pour respecter un horaire fixé au préalable. Par la tête. Pas le corps. Elle avait besoin de corps.







vendredi 16 novembre 2012

Encuentro por el tiempo (XIV)

 

A la mañana siguiente, ella tenía cita por teléfono. Se levantó antes que él. Tenía que meterse en lo suyo ella. Dormía él. Se sorprendía de que no quisiera abrazarla algo más él, por más que estuviera medio dormido. Mas tenía que centrarse en lo suyo. Fue a prepararse el desayuno. Jugo de naranja. Café. Galletitas de cereales. Se sentó en la mesa del salón para escribir al desayunar. También se iba preguntando dónde se iba a colocar para no molestarle a él, y para que no la molestara él a ella. No quería tener miedo, luego, durante la cita, a que pudiera oír él lo que iba contando.
 
Por fin eligió meterse en el corredor de la escalera. Medio raro. Medio inconfortable. Pero por lo menos, estaba apartada. Ahí se dijeron cosas respecto a su último hombre. Al miedo que había padecido ella. A cómo se estaba enterando de ello no más ahora, mediante la presencia de él. A cómo la dulzura y el entusiasmo de él eran algo jamás experimentado. De verdad, nunca jamás. Algo que nunca ni siquiera había pensado antes. Como algo que hubiera sido fuera de lo que había podido abarcar de la vida. Ahí se estaba enterando de cuánto ello, la coexistencia con la presencia de él, le estaba cambiando la mirada sobre todo lo que había vivido antes. El miedo, la dificultad, la violencia. Y darse cuenta de ello la ponía dentro de una mezcla rara de felicidad presente y horror sin saber del pasado. El, la experiencia de la presencia con él, le iba revelando lo duro que había sido todo lo anterior. La alborotaba mucho. La alborotaba y la hacía feliz. Mas la alborotaba. Sobre todo. Hacía que tenía ganas de echarse en los brazos de él para que, ahora, en el instante del ahora, la reconfortara de todo lo pasado. De todo el pasado suyo. Pesado.
 
Cuando regresó del corredor de la escalera, él estaba preparando café. Muy metido en lo suyo. O muy fuera de ella. Ella hubiera querido que la abrazara. Que mediante el abrazo le significara su afecto. Mas él no estaba mucho. No se dio cuenta. No ocurrió. No la reconfortó. Fue a darse una ducha él. Tardó. Ella se quedó esperando. Esperándole. Medio dentro de la nube del recién descubrimiento de lo que había sido su convivencia con aquel otro hombre, con aquellos otros hombres, todos. Ya que ese, su último hombre, también había sido su primer hombre. El que le había dicho, ya en el principio, que ningún otro hombre que él hubiera podido estar con ella. El con quien se había quedado años. El único. Mas el que también había conseguido dejar, hacía años. Y sin embargo, el en que no había dejado de confiar nunca, a pesar del paso de los años. El a quien acudía siempre que algún hombre le volvía a hacer mal. El hombre que había sido el único, realísticamente, en abrazarla tras el episodio del león en Buenos Aires. El para quien había sido presente cuando se murió la madre de manera terrible, en el entierro. El que, por fin, había enloquecido repentinamente. De manera invisible a lo largo de los años. Hasta infundirle tanto miedo a ella que cambiara en el acto las cerraduras de casa. El único hombre en que había confiado. A lo largo de años. Muchos. Dos veces siete años. La mitad del tiempo de su existencia. El que había sido su primer hombre. El que, antes de la vuelta de El, había sido su último hombre.
 
Estaba ahí ella. En todo eso suyo. En casa de él. Con necesidad de él. Con miedo a contarle tanto peso. Siempre las emociones contradictorias. Ambivalencia. Estaba. En casa de él. Con necesidad de él. Estaba. No había que tomar nada más en cuenta. Como bailarina sabía eso. Como bailarina sabía que sólo a eso se podía agarrar. Estaba e iban a juntarse a almorzar con otra bailarina que hacía mucho que no veía. Que apenas conocía, en realidad. Estaba mas se sentía con pocas fuerzas. Hubiera querido poder apoyarse en él. Mas él tardaba. Y tampoco quería dejar esperar mucho a la bailarina. La respetaba mucho. Así que fue sola. El se juntaría en cuanto podría. Ya estaba la bailarina. Se sentaron en la única mesita que quedaba libre. Casi no habría lugar para él. Igual llegó enseguida y se instaló como pudo. Al rato se liberó una mesa y se mudaron ahí para estar más comodos. El estaba mas estaba muy ausente. Casi le daba vergüenza a ella respecto a la bailarina. Como que no estaba. Tal y como lo había conocido hacía diez años. Y ella que acababa de comprobar lo bien que se sentía con él…
 
Al terminar el almuerzo le dijeron adios a la bailarina. Se quedaron los dos. El seguía sin estar. Mas quería ir a ver una exposición en la catedral de la ciudad. Una exposición sobre representaciones de Cristo. Parecía estar muy sumergido en lo suyo. Como sin plan alguno de concederle nada a ella. Igual no era eso. Sólo que se sentía de sobra que no estaba. Que, en aquel momento, ni siquiera estaba en capacidad de hacerle caso a ella. Le dolió. A ella le dolió. Y sintió que empezaba a subirle la angustia. Si aun era así él, igual que hacía diez años, una nube, nada iba a ser posible. Entre los dos. Porque ya sabía ella que no lo podía soportar. Que le dolía mucho demasiado. Demasiado. Caminaron por la avenida grande. Siguiendo los raíles del tranvía. Lloviznaba. Era muy gris el tiempo.
 
 
 
 




Rencontre à travers le temps (XIV)
 

Le lendemain matin, elle avait un rendez-vous téléphonique. Elle s’est levée avant lui. Il fallait qu’elle se recentre sur ses choses à elle. Il dormait. Elle était surprise qu’il n’ait pas davantage envie de l’embrasser, même s’il était plus ou moins endormi. Il fallait qu’elle se recentre. Elle est allée se préparer un petit déjeuner. Jus d’orange. Café. Biscuits aux céréales. Elle s’est assise sur la table du salon pour écrire en déjeunant. Elle se demandait où elle allait bien pouvoir s’installer pour ne pas le déranger, pour qu’il ne la dérange pas. Elle ne voulait pas avoir peur, ensuite, pendant le rendez-vous, qu’il puisse entendre ce qu’elle disait.

Finalement elle a décidé de se mettre dans le couloir de l’escalier. Un peu bizarre. Pas très confortable. Mais au moins elle serait isolée. Là des choses se sont dites concernant son dernier homme. La peur qu’elle avait eue. Combien elle ne s’en rendait compte que maintenant, grâce à sa présence à lui. Combien sa douceur et son enthousiasme à lui étaient de l’ordre du jamais expérimenté. Véritablement, jamais. Quelque chose à quoi elle dont elle n’aurait même pas pu se rendre compte avant. Quelque chose qui aurait été comme en dehors de ce qu’elle connaissait de la vie. Et là, elle était en train de comprendre combien ça, la coexistence avec sa présence à lui, était en train de changer sa vision des choses sur tout ce qu’elle avait vécu avant. La peur, la difficulté, la violence. Et s’en rendre compte la plongeait dans un mélange étrange de joie du présent et d’horreur insu du passé. Lui, l’expérience de la présence avec lui, était en train de lui révéler combien tout ce qui s’était passé avant avait été dur. Ca la bouleversait. Beaucoup. Ca la bouleversait et ça la rendait heureuse. Mais ça la bouleversait. Surtout. Ca faisait qu’elle avait envie de se jeter dans ses bras pour que, maintenant, à ce moment, il la réconforte de tout le passé. De tout son passé. Lourd.

Quand elle est revenue du couloir de l’escalier, il était en train de faire du café. Très renfermé. Ou très loin d’elle. Elle, elle aurait voulu qu’il la prenne dans ses bras. Qu’à travers l’étreinte il lui signifie son affection. Mais il n’était pas là. Il ne s’en est pas rendu compte. Ca n’est pas arrivé. Il ne l’a pas réconfortée. Il est allé prendre sa douche. Il a tardé. Elle est restée à attendre. A l’attendre. A moitié dans les nuages de la récente découverte de ce qu’avait été sa cohabitation avec cet autre homme, avec ces autres hommes, tous. Puisque son dernier homme avait aussi été son premier homme. Celui qui lui avait dit, dès le tout début, qu’aucun autre homme n’aurait pu être avec elle. Celui avec qui elle était restée des années. Le seul. Mais celui qu’elle avait aussi réussi à quitter, il y avait déjà longtemps. Et pourtant, celui en qui elle avait toujours gardé confiance, malgré les nombreuses années. Celui vers qui elle était revenue chaque fois qu’un nouvel homme lui avait fait du mal. L’homme qui avait été le seul, concrètement, à l’avoir prise dans ses bras après l’épisode du lion à Buenos Aires. Celui auprès de qui elle avait été présente quand sa mère était morte de façon terrible, le jour de l’enterrement. Celui qui, finalement, était subitement devenu fou. De façon invisible au fil des années. Au point qu’elle ait eu si peur qu’elle ait immédiatement changé les verrous. Le seul homme en qui elle avait eu confiance. Pendant toutes ces années. Beaucoup. Deux fois sept ans. La moitié du temps de son existence. Celui qui avait été son premier homme. Celui qui, avant que Lui ne revienne, avait été son dernier homme.

Elle était là, elle. Dans toutes ces choses à elle. Chez lui. A avoir envie de lui. Dans la peur de lui raconter tout ce poids. Toujours les émotions contradictoires. Ambivalence. Elle était là. Chez lui. Dans l’envie de lui. Elle était là. Il n’y avait rien d’autre à prendre en compte. Parce qu’elle était danseuse elle savait ça. Parce qu’elle était danseuse elle savait qu’elle ne pouvait s’agripper qu’à ça. Elle était là et ils allaient rejoindre une autre danseuse qu’elle n’avait pas vue depuis longtemps. Qu’elle connaissait à peine, en réalité. Elle était là mais elle sentait qu’elle n’avait pas beaucoup de forces. Elle aurait voulu pouvoir s’appuyer sur lui. Mais il mettait du temps. Et elle ne voulait pas non plus laisser attendre trop longtemps la danseuse. Elle la respectait bien trop. Elle est donc partie seule. Il viendrait quand il serait prêt. La danseuse était déjà là. Elles se sont installées à la seule petite table qui était encore libre. Il n’y aurait pas beaucoup de place pour lui. Il est arrivé tout de suite et s’est installé comme il a pu. Puis une table s’est libérée et ils sont allés la prendre pour être plus à l’aise. Il était là mais il était absent. Vraiment. Elle en avait presque honte par rapport à la danseuse. Il n’était pas là. Exactement comme elle l’avait connu il y avait dix ans. Et elle qui venait de comprendre combien elle se sentait bien avec lui…

A la fin du déjeuner ils ont dit au revoir à la danseuse. Ils se sont retrouvés tous les deux. Il continuait à ne pas être là. Mais il voulait aller voir une exposition à la cathédrale de la ville. Une exposition sur des représentations du Christ. Il avait l’air d’être très absorbé par ses choses à lui. Comme sans la moindre intention de lui concéder quoi que ce soit à elle. Ce n’était pas non plus ça. Juste qu’on sentait bien trop, qu’il n’était pas là. Qu’à ce moment-là il n’était pas même en capacité de se rendre compte qu’elle était là. Ca lui a fait mal. A elle ça lui a fait mal. Et elle a senti que l’angoisse commençait à arriver. S’il était encore comme ça, comme il y avait dix ans, un nuage, ça ne serait pas possible. Eux deux. Parce qu’elle savait déjà qu’elle ne pouvait pas faire avec. Que ça lui faisait trop mal. Trop. Ils ont marché sur la grande avenue. Le long des rails du tram. Il bruinait. Le temps était très gris.