samedi 22 décembre 2012

Encuentro por el tiempo (XVIII)

 
En ese momento le dijo, él a ella, que sí, que le gustaba mucho. Debía de haber notado que algo había que decirle. Que algo, de lo que le había dicho e insistido, respecto a su forma de vestir, le había hecho daño. Y tampoco parecía que quisiera de verdad hacerle daño. Se tumbaron en la cama. La abrazó. Estaban mejor. Cuando le hizo él aquella pregunta: ¿Que si tomaba placer con él? Ahí tuvo miedo ella. No por la pregunta. Sino por cuestión de lenguaje. No porque preguntara al respecto. Sino por el uso de las palabras. El mal uso, de las palabras. O, mejor dicho, la concepción diferente que tenían de las mismas palabras. Para ella, el «placer» del que hablaba él no era algo que se «tomaba». O, «tomarlo» no era lo que buscaba ella. Para ella, era cuestión de compartir. De encontrarse. De buscar encontrarse mediante los cuerpos. Intentar conocerse. Sabiendo lo difícil que es – para ciertas personas – intentar acercarse a otro. Aún más, en el lugar más íntimo de los cuerpos. Mas «tomar placer», no la interesaba. Era cierto. En ese momento de la relación – o sea el inicio – no la interesaba. Como tampoco la interesaba hablar de ello. De tal concepción – consumista – de la relación corporal. Ya había conocido suficientemente horrores con su última pareja – su primer hombre. Sólo dijo eso: que no buscaba «tomar placer», sino encontrarle a él, que se encontraran los dos. No supo muy bien si entendía. Pero siguió el tema. Y le dijo que le preguntaba aquello porque sentía como «frialdad» por su parte. ¡Otro golpe! Estaba harta ella. Dolorida también. Mas sobre todo harta. De tanto desencuentro. Ya no tenía tanto miedo – como había sentido durante todo el día – pero sentía que le crecía el enojo. Intentó contenerse lo más que podía. Para no hacerle mal. Ella. A él. Para no decirle qué opinaba realmente ella.
 
Espejo. Espejismo. Se quedaba callada ella. Pensaba en lo que había dicho él. Pensaba en que lo que sentía él, y llamaba «frialdad», no era otra cosa que la respuesta suya a la falta de entrega de él. Mas intuía que él ni estaba consciente de ello – del que no se entregaba. ¿Cómo decírselo sin hacerle daño? ¿Cómo hablar con alguien de algo de que ni siquiera es consciente? No dijo nada. Mas seguía pensando en eso. En que porque sentía ella que no se entregaba él, no se podía entregar ella. Mas ella ya había pensado en ello. En la forma de juntarse de él. En cómo no le convenía. La sensación de que él, por más que fuera adentro suyo, estuviera fuera. En lo suyo. En lo sólo suyo. Y que eso hacía que ella no podía estar. Cuando le hubiera gustado estar. Cuando se lo había trabajado mucho, sola, antes que venir a visitarle a su ciudad. El poder estar con él. Abrirse. A él. Y lo había conseguido – ¿no se había dado cuenta él, la noche de su llegada? Todo eso, se lo tragó. No se lo dijo. Porque no quería arriesgarse a ser violenta. Mas estaba exasperada. ¡¿Él era quien le estaba diciendo a ella que estaba fría?! ¡¿Cuando él ni se daba cuenta de que no se podía entregar?! Cuando él empezaba a hablarle de lo peor de que le podía hablar – a ella, quien era bailarina –: ¡la «fisiología»!
 
Ahí, más allá de tener miedo a que ya hubiera terminado todo, a que nada sea más posible – por la incompatibilidad del lenguaje – sintió que se enojaba ferozmente: ¡no cualquiera podía decir cualquier cosa respecto al cuerpo! – ¡o por lo menos, no a ella! ¡El cuerpo como tal no existe! ¡Ser-cuerpo es una elaboración! Cuando enseguida, le entró la duda. Igual que con lo del vestir. Tal vez fuera cierto. Tal vez fuera fría de verdad. Como ya le habían dicho. Los que no habían sabido amarla. Los que le habían hecho daño. Tal vez era cierto, como consecuencia de la última ruptura. De la última amenaza de muerte. Ya. ¿Si fuera verdad y fuera ella quien no se diera cuenta? Mucha niebla. De nuevo mucha niebla.
 
Menos mal, vino a buscarla él. Buscó abrazarla él. La abrazó. Ella seguía perdida en la niebla. Presa de la charla más que rara. Mientras él estaba adentro suyo. No se podía abstraer ella. No podía olvidar. La charla. Estaba preocupada. Hubiera querido que la reconfortara. Que le dijera que él mismo no creía ni en la «frialdad» de ella, ni en la «fisiología» de él. Mas seguía haciendo lo suyo él. Se sentía triste ella. Muy triste. Cuando, otra vez, ocurrió algo bastante raro. Casi se paró él. Lo dejó. Así. Sin decir apenas algo al respecto. Estaba como durmiéndose. No entendía nada ella. Nunca le había pasado eso. Nunca le habían hecho eso. Muchas cosas – feas – le habían hecho, pero eso, nunca. Y eso, no lo podía asociar con otra cosa que no fuera él. El hacía diez años. Cuando habían dormido juntos. Y ni la tocaba. Y dormía a un metro de distancia de ella, en la cama. Tuvo miedo. Pensó que ya. Que ya estaba. Que no habría remedio. Porque eso, no lo podía soportar. Porque eso, ya le había hecho daño suficiente. En el pasado. Consecuencias dolorosas. Pensó que era el punto final de la angustia de todo el día. El final de la historia.
 
¡No podía dormirse así él! ¡No podía hacerle eso de verdad! Por eso volvió al tema ella. A pesar de todo. Diciendo que, seguramente, lo que sentía él, y llamaba «frialdad», era cierta «contenencia» suya, que no más era la respuesta, a cierta «contenencia» de él. No dijo nada, él. Por eso le preguntó ella si entendía. Mas no contestó. Parecía que ya estaba dormido. Eso sí, abrazado a ella. Estaba al borde de la implosión ella. Le costó mucho intentar dormirse. Durmió muy mal. Hacía mucho que no dormía tan mal. A la mañana siguiente tomaba el tren. Se iba. Alivio. Y dolor.
 
 
 
 
 
 
 
 
Rencontre à travers le temps (XVIII)
 
 
A ce moment-là, il lui a quand même dit que si, qu’elle lui plaisait beaucoup. Il avait dû se rendre compte qu’il fallait dire quelque chose. Que quelque chose, de ce qu’il lui avait dit et sur quoi il avait insisté, par rapport à sa façon de s’habiller, avait dû la blesser. Et on n’avait pas non plus l’impression qu’il ait envie de la blesser. Ils se sont allongés sur le lit. Il l’a enlacée. Ça allait mieux. Quand il lui a posé cette question : Est-ce qu’elle prenait du plaisir avec lui ? Elle a eu peur. Pas à cause de la question. Mais à cause du langage. Pas parce qu’il l’interrogeait à ce propos. Mais à cause de l’emploi des mots. Leur mauvais emploi. Ou plutôt, la conception différente qu’ils avaient des mêmes mots. Pour elle, le « plaisir » dont il parlait n’était pas quelque chose qui se « prenait ». Ou bien, le « prendre » n’était pas ce qu’elle cherchait. Pour elle, il était question de partage. De rencontre. De chercher à se rencontrer à travers les corps. D’essayer de se connaître. Sachant combien c’est difficile – pour certaines personnes – d’essayer de se rapprocher de l’autre. Encore plus, à l’endroit le plus intime des corps. Mais « prendre du plaisir », ça ne l’intéressait pas. C’était sûr. Pas à ce moment-là – c’est-à-dire le début – de la relation. Pas plus que ça l’intéressait d’en parler. De parler de cette conception – consumériste – de la relation corporelle. Elle avait connu suffisamment d’horreurs avec son dernier homme – son premier homme. Elle a juste dit ça : qu’elle, elle ne cherchait pas à « prendre » du plaisir, mais à le rencontrer, lui, qu’ils se rencontrent, tous les deux. Elle n’a pas su s’il comprenait. Il insistait. S’il lui demandait ça, c’est parce qu’il sentait une certaine « froideur » de sa part. Encore un coup ! Elle en avait vraiment assez. En plus d’être blessée. Mais surtout, elle en avait assez. Autant de « non-rencontre ». Ce n’était plus tant la peur – ressentie tout au long de la journée – mais la colère, qui montait. Elle a essayé de se contenir du mieux qu’elle a pu. Pour ne pas lui faire de mal. Elle. A lui. Pour ne pas lui dire vraiment ce qu’elle pensait.
 
Miroir. Mirage. Elle se taisait. Elle pensait à ce qu’il avait dit. Elle pensait que ce qu’il devait sentir, et qu’il appelait « froideur », devait n’être que sa réponse à elle, au fait que lui, ne se donne absolument pas. Mais elle avait l’intuition qu’il n’en serait pas conscient – du fait qu’il ne se donnait pas. Et comment le lui dire sans lui faire de mal ? Comment parler à quelqu’un de quelque chose dont il n’est même pas conscient ? Elle n’a rien dit. Mais elle continuait à y penser. Au fait que, parce qu’elle sentait qu’il ne se donnait pas, elle ne pouvait pas, elle, se donner. Mais elle y avait déjà pensé. Aussi. A sa façon à lui de s’unir. A combien ça ne lui convenait pas – à elle. Cette sensation que, même quand il était à l’intérieur d’elle, il était ailleurs. Dans ses trucs. Ses trucs à lui tout seul. Ce qui faisait qu’elle, elle ne pouvait pas être là. Alors qu’elle aurait aimé y être. Alors qu’elle avait travaillé à ça, toute seule, avant de venir le voir chez lui. A pouvoir être avec lui. S’ouvrir. A lui. Et elle y était arrivé – il ne s’en était pas rendu compte, le soir de son arrivée ? Tout ça, elle l’a ravalé. Elle ne le lui a pas dit. Parce qu’elle ne voulait pas risquer de le violenter. Mais elle était excédée. C’était lui qui lui disait qu’elle était froide ?! Alors qu’il ne se rendait même pas compte qu’il ne pouvait pas se donner ?! Il a encore insisté, en se mettant à lui parler de la pire chose dont il pouvait lui parler – lui, à elle qui était danseuse – : la « physiologie » !
 
A cet instant, par-delà la crainte que tout soit fini, que rien ne soit plus possible – à cause de l’incompatibilité du langage – elle a senti la colère monter encore plus : n’importe qui ne pouvait pas dire n’importe quoi à propos du corps – ou du moins, pas à elle ! Le corps en tant que tel n’existe pas ! Etre-corps est une élaboration ! Pourtant, elle s’est mise à douter. Comme pour sa façon de s’habiller. Peut-être que c’était vrai. Peut-être qu’elle était vraiment froide. Comme on le lui avait déjà dit. Ceux qui n’avaient pas su l’aimer. Ceux qui lui avaient fait mal. Peut-être que c’était vrai, du fait de sa dernière rupture. De sa dernière menace de mort. Peut-être. Et si c’était vrai, et que ce soit elle qui ne s’en rende pas compte ? Beaucoup de brouillard. A nouveau, beaucoup de brouillard.
 
Heureusement, il est venu la chercher. Il a cherché à l’enlacer. Il l’a enlacée. Elle continuait pourtant dans le brouillard. Enfermée dans cette discussion on ne peut plus bizarre. Même s’il était à l’intérieur d’elle. Elle n’arrivait pas à s’abstraire. Elle n’arrivait pas à oublier. La discussion. Elle était inquiète. Elle aurait voulu qu’il la réconforte. Qu’il lui dise que lui non plus ne croyait, ni en sa « froideur » à elle, ni en sa « physiologie » à lui. Mais il faisait ses trucs. Elle était triste. Très triste. Et encore une fois, quelque chose de bizarre s’est produit. Il s’est pratiquement arrêté. Il a arrêté. Comme ça. Sans presque rien en dire. Il était plus ou moins en train de s’endormir. Elle ne comprenait rien. Ça ne lui était jamais arrivé. On ne lui avait jamais fait ça. On lui avait fait beaucoup de choses – pas très jolies – mais ça, jamais. Et ça, elle ne pouvait l’associer à rien d’autre que lui. Lui il y avait dix ans. Quand ils avaient dormi ensemble. Et qu’il ne la touchait pas. Et qu’il dormait à un mètre d’elle dans le lit. Elle a eu peur. Elle s’est dit que c’était bon. Qu’il n’y aurait pas de solution. Parce que ça, elle ne pouvait pas. Parce que ça, ça lui avait déjà fait suffisamment mal. Par le passé. Des conséquences vraiment douloureuses. Elle s’est dit que c’était sûrement le point final à l’angoisse de toute la journée. La fin de l’histoire.
 
Il ne pouvait pas s’endormir comme ça ! Il ne pouvait pas lui faire vraiment ça ! C’est pour ça qu’elle est revenue à la charge. Malgré tout. En disant que, certainement, ce qu’il ressentait, et qu’il appelait « froideur », était une certaine « retenue » à elle, en réponse à une certaine « retenue » à lui. Il n’a rien dit. Alors elle lui a demandé s’il comprenait. Il n’a pas répondu. On aurait dit qu’il dormait déjà. Ça oui, enlacé à elle. Elle était au bord de l’implosion. Ça a été difficile de s’endormir. Elle a très mal dormi. Ça faisait longtemps qu’elle ne dormait pas si mal. Le lendemain matin elle prenait le train. Elle partait. Soulagement. Et douleur.
 
 
 
 
 
 
 
 

mardi 18 décembre 2012

Encuentro por el tiempo (XVII)

 
De nuevo se sentía a gusto con él. Conectados. Y feliz. Por haber compartido aquello. Por el paralelo que había hecho él con lo que había vivido de pequeño en Argel. Antes que tener que huir. De la noche a la mañana. Para salvarse de los terroristas que amenazaban con degollarlos hasta la puerta de su casa. La hacía feliz sentir que ahí, en la herida honda, algo les unía. La hacía feliz sentir que ambos compartían un lugar de sol y abrazos. Perdido para ambos. Buscado para ambos. Perdido en el pasado, para él. Perdido en la nostalgia de lo jamás experimentado, para ella. Buscado en el porvenir, por él. Buscado en el otro hemisferio, por ella.
 
La pasta estaba muy rica. Y le gustaba a ella que les sirvieran un plato grande para repartir, y no dos platos individuales. Como hacen con la paella. Igual que en casa. Ambos repitieron. Por más que supieran que era demasiado. Ambos agredieron parmigiano rallado. Por más que supiera él que le haría daño a la panza. La hora del cine ya había pasado. Ella ya sabía. Mas cuando se dio cuenta él, se alborotó algo. Los planes. El hacer. Dijo que daba igual ella. Que estaban a gusto ahí. Que compartir aquello era lo importante. Mas ocurrió como que él volvió a alejarse. Algo se rompió del encanto que habían conseguido volver a establecer, mediante el viaje a Buenos Aires. Pronto dijo que había que ir. Ella no entendió por qué. Igual sintió que ya no había más remedio. Que había que ir. Capaz que lo que le había contado había sido demasiado. Demasiado temprano. Volvió a sentir el malestar ella. Pagaron en la barra. Salieron.
 
Era cierto que habían sido muchos días. Mucho tiempo pasado juntos. Era cierto que a la mañana siguiente volvía a tomar el tren ella, para regresar a su ciudad. Mas sentía que no por eso había que irse. Más bien que él se había ido de nuevo. Volvió a crecer el malestar. No dijo nada ella. Tampoco dijo nada él. Regresaban a casa de él. En una noche con sensación de invierno. Por más que fuera mayo. En el sur de Francia.
 
Apenas llegados, agarró la guitara él. Le quería cantar canciones. Suyas. Sin embargo siguió para ella la incertidumbre: que si lo que necesitaba él, era sumergirse y ensimismarse en lo suyo; o si le quería decir cosas, que sólo podía decirle cantando y tocando. A la vez esperanza, y miedo a la exclusión. Lo único cierto para ella era que algo de él, aquel día, la desubicaba – la sacaba del equilibrio. Confió en el poder de la música. Confió en la letra de él. Cuando él se iba animando cada vez más. Cuando él volvía a aparecer. Dentro de algo muy suyo. Mas compartido, sí, con ella. Se relajó, ella, al sentir que se relajaba él. Lo escuchaba y escribía cosas en el cuaderno. Lo de él era hermoso. La música, la letra, la sonrisa. La voz. Al rato le hizo escuchar grabaciones antiguas de conciertos suyos. ¡Capaz había estado ella también! Volvieron a viajar. Por la música de él. Juntos.
 
Cuando sonó el teléfono de ella. Casi a la medianoche. Una muy buena amiga. Alguien que casi nunca agarraba el teléfono para llamarla. Contestó. Porque era ella. Esa amiga. Por más que fuera tarde y estaba con él. Le contestó a ella. Capaz necesitaba, también, sin saberlo, sentir conexión con algo que no fuera él. Con algo también muy suyo. Fuera de la música de él. Para volver a ubicarse. Desde sí misma. ¡Y empezaron las carcajadas! Por las locuras que le iba contando la amiga. Así que cuando le dijo a la amiga que tenía novio y estaba en su casa, las locuras tornaron guarradas. ¡La amiga era tan loca! ¡Tan linda loca! ¡Tenían tan pocos límites las bromas suyas! ¡Que la risa de ella tampoco conseguía guardar límites! Se fue a la pieza él. Pudo relajarse ella. De la vergüenza que le daban las bromas de la amiga en presencia de él. También consiguió hacer que se cortara la charla. Porque encima, nunca se cortaban las charlas con esa amiga. Cuando se armaban. Tantas divagaciones conceptuales mezcladas con tantas bromas brutales. ¡Un tesoro!
 
Cortó el teléfono y fue a juntarse con él a la pieza. Sintió que le quería contar de su amiga. Que algo había que contarle de tanta risa desencadenada. Le contó que la conocía desde que tenía doce años. Que con ella había compartido lo de los centros de vacaciones. Que ella era quien le había hablado de filosofía. Que había estado ella, aquel día horrible de la defensa del doctorado. Le contó que, encima, él ya la había visto. No se acordaba, dijo él. Siguió contándole ella tonterías de la amiga. También le dijo que tenía muy pocas amigas. Que siempre se había sentido más a gusto con los chicos. Y que justamente, la amiga tenía concepto para eso: las chicas-chicas y las chicas-chicos. Que tenía que ver con la libertad interior – la amiga era sartriana. Las chicas-chicas se auto-vigilaban mucho, por lo cual quedaban en cierta superficialidad de la coquetería; las chicas-chicos tenían el salvajismo de los chicos, y así no se mantenían en las apariencias. Obviamente las dos amigas eran chicas-chicos. Estaba de acuerdo él.
 
Sin embargo empezó a picarla. Respecto a su forma de vestir. ¿Que si su amiga le decía que tenía que vestirse algo mejor? No entendió nada ella. ¿Qué tenía que ver? Y ¿qué le permitía, a él, decirle, a ella, que no vestía bien? ¡Si no le gustaba, pues que no se quedara con ella! Mas lo cierto era que había dado en un punto débil de ella. Un punto muy débil. Algo muy íntimo. Muy estropeado. No más dijo ella que con esos años de muerte había cambiado su forma de vestir, sí. Que había tenido que buscar ropa confortable. Materiales suaves, cortes anchos, colores discretos. Mas insistía él. Que había que esforzarse. Para agradarle a la gente. Que era importante sentirse lindo. Ella no entendía. Tampoco estaba de acuerdo. Le había sido ya tan complicado sostenerse de alguna que otra manera. Y además, la gente le seguía diciendo que estaba linda. Mas le entró la duda. Y tuvo miedo a vestir fatalmente de verdad. Apareció la imagen de su madre. Ya no sabía nada. Capaz era verdad. Capaz no se parecía a nada. Lo que le decía ella. Lo que le decía él. Capaz tenía que cambiarlo todo de nuevo. Tampoco era que le dijera él que no le gustaba para nada como vestía. Sólo que, con lo hermosa que era, podía valorarse más. Tampoco entendía… «Valorarse más»… ¿Para qué? Si no era para vender. Había mucha niebla alrededor de ella. Lo dejaron.
 
 
 
 
 
 
 
 
Rencontre à travers le temps (XVII)
 
 
Elle se sentait à nouveau bien avec lui. Connectés. Et heureuse. Parce qu’ils avaient partagé ça. Parce qu’il avait pu faire le parallèle avec ce qu’il avait vécu à Alger quand il était petit. Avant d’avoir dû fuir. Du jour au lendemain. Pour échapper aux terroristes qui menaçaient de les égorger jusqu’à la porte de leur maison. Ca la rendait heureuse de sentir qu’à cet endroit, dans la blessure profonde, quelque chose les unissait. Ca la rendait heureuse de se rendre compte qu’ils partageaient le fait d’avoir un endroit avec du soleil et des embrassades. Un endroit perdu pour tous les deux. Recherché par tous les deux. Perdu dans le passé, pour lui. Perdu dans la nostalgie du jamais connu, pour elle. Recherché dans l’avenir, par lui. Recherché dans l’autre hémisphère, par elle.
 
Les pâtes étaient bonnes. Et elle aimait bien qu’on leur ait servi un seul grand plat, pour partager, au lieu de deux assiettes individuelles. Comme on fait avec la paella. Comme à la maison. Ils se sont tous les deux resservis. Même s’ils savaient que c’était trop. Ils ont tous les deux mis du parmesan râpé. Même s’il savait que ça lui ferait mal au ventre. L’heure du ciné était passée. Elle s’en était doutée. Mais quand il s’en est rendu compte, ça l’a un peu énervé. Les plans. Faire. Elle a dit que ce n’était pas grave. Qu’ils étaient bien, là. Que c’est ce qu’ils venaient de partager qui importait. Mais ça a fait qu’il s’est ré éloigné. Que quelque chose s’est brisé du charme qu’ils avaient pu réinstaller. Par l’intermédiaire du voyage à Buenos Aires. Rapidement il a dit qu’il fallait y aller. Elle n’a pas compris pourquoi. Mais elle a senti qu’il n’y aurait rien à faire. Qu’il fallait y aller. Peut-être que, ce qu’elle lui avait raconté avait été trop. Trop tôt. Elle a senti le mal-être s’installer à nouveau. Ils ont payé au comptoir. Ils sont sortis.
 
Il était vrai que ça avait été beaucoup de jours. Beaucoup de temps passé ensemble. Il était vrai que le lendemain matin elle prenait le train, pour rentrer chez elle. Mais elle sentait que ce n’était pas pour ça, qu’il avait fallu y aller. Le mal-être se réinstallait. Elle n’a rien dit. Il n’a rien dit non plus. Ils rentraient chez lui. Dans une nuit aux allures hivernale. Alors qu’on était en mai. Dans le sud de la France.
 
A peine arrivés, il a attrapé sa guitare. Il voulait lui chanter des chansons. Les siennes. Pourtant, pour elle, l’incertitude a continué : est-ce qu’il avait besoin de se plonger, et de se recroqueviller, dans ses choses à lui ; ou est-ce qu’il voulait lui dire des choses, qu’il ne pouvait pas dire autrement qu’en chantant et jouant ? En même temps l’espoir, et la peur de l’exclusion. La seule chose de sûre, c’est que quelque chose de lui, ce jour-là, la dérangeait – ébranlait son équilibre. Elle s’en est remise au pouvoir de la musique. Elle s’en est remise à ses paroles. Pendant qu’il s’animait de plus en plus. Pendant qu’il réapparaissait. Dans quelque chose de très à lui. Mais partagé, oui, avec elle. Elle s’est détendue quand elle a senti qu’il se détendait. Elle l’écoutait, tout en écrivant dans son carnet. Ce qu’il faisait était vraiment très beau. La musique, les paroles, le sourire. La voix. Ensuite il lui a fait écouter de vieux enregistrements de ses concerts. Peut-être qu’elle avait été là, elle aussi ! Ils ont recommencé à voyager. Dans sa musique à lui. Ensemble.
 
Quand le téléphone a sonné. Il était presque minuit. Une très bonne copine à elle. Quelqu’un qui ne prenait presque jamais son téléphone pour l’appeler. Elle a répondu. Parce que c’était elle. Cette copine. Même s’il était tard et qu’elle était avec lui. Elle a répondu. Peut-être aussi parce qu’elle avait besoin, sans le savoir, de se connecter à quelque chose qui ne soit pas lui. A quelque chose qui soit, aussi, très à elle. Hors de sa musique à lui. Pour se replacer. A partir d’elle-même. La rigolade a commencé ! A cause des loufoqueries que lui racontait sa copine. Alors, quand elle lui a dit qu’elle avait un copain et qu’elle était chez lui, les loufoqueries sont devenues obscénités. Sa copine était complètement dingue ! Tellement dingue ! Que son rire, à elle, ne parvenait plus non plus à ne pas dépasser les bornes ! Il est allé dans la chambre. Elle s’est sentie soulagée. De la gêne que lui provoquaient les blagues de sa copine, en sa présence à lui. Elle a aussi fini par réussir à clore la conversation. Parce qu’en plus, avec cette copine, les conversations n’en finissaient jamais. Quand elles commençaient. Autant de divagations conceptuelles mélangées à des blagues absolument loufoques. Un régal !
 
Elle a raccroché et elle est allée le rejoindre dans la chambre. Elle avait envie de lui dire quelque chose de sa copine. Elle sentait qu’il fallait dire quelque chose de ce rire déchaîné. Elle lui a raconté qu’elle la connaissait depuis qu’elle avait douze ans. Que c’était avec elle qu’elle avait partagé cette chose des colonies de vacances. Que c’était elle qui lui avait parlé de philosophie. Qu’elle avait été là, ce jour atroce de la soutenance de Thèse. Elle lui a raconté qu’en plus, il l’avait déjà vue. Il ne se souvenait pas, a-t-il dit. Elle a continué à lui raconter les loufoqueries de sa copine. Et elle lui a dit qu’elle n’avait pas beaucoup de copines. Qu’elle avait toujours préféré être avec les hommes. Que justement, sa copine avait un concept pour ça : les filles-filles et les filles-mecs. Que ça avait à voir avec la liberté intérieure – sa copine était sartrienne. Que les filles-filles s’auto-surveillaient beaucoup, ce pourquoi elles restaient dans certaine superficialité de la coquetterie ; que les filles-mecs avaient la sauvagerie des hommes, ce pourquoi elles ne s’arrêtaient pas aux apparences. Evidemment les deux copines étaient des filles-mecs. Il était d’accord.
 
Pourtant il a commencé à l’éperonner. Par rapport à sa façon de s’habiller. Est-ce que sa copine lui disait qu’il fallait qu’elle s’habille un peu mieux ? Elle n’a pas compris. Qu’est-ce que ça voulait dire ? Et qu’est-ce qui lui permettait, à lui, de lui dire, à elle, qu’elle ne s’habillait pas bien ? Si ça ne lui convenait pas, il n’était pas obligé de rester avec elle ! Mais il est certain qu’il avait touché un endroit sensible. Très sensible. Quelque chose de très intime. Très abimé. Elle a juste dit qu’avec ces années de mort, elle avait changé sa façon de s’habiller, oui. Qu’il avait fallu chercher des habits confortables. Des matières douces, des coupes amples, des couleurs discrètes. Mais il insistait. Il fallait faire un effort. Pour faire plaisir aux gens. Il était important de sentir qu’on était à son avantage. Elle ne comprenait pas. En plus, elle n’était pas d’accord. Ça lui avait été déjà tellement compliqué d’essayer de se soutenir comme elle pouvait. Et les gens continuaient quand même à lui dire qu’elle était jolie. Mais le doute s’est immiscé. Elle a eu peur de s’habiller vraiment très mal. L’image de sa mère est apparue. Ce qu’elle lui disait. Ce qu’il lui disait. Peut-être que c’était vrai. Peut-être qu’il fallait vraiment tout changer une nouvelle fois. Il ne lui disait quand même pas qu’il n’aimait pas du tout sa façon de s’habiller. Juste que, comme elle était jolie, elle pouvait se mettre un peu plus en valeur. Elle ne comprenait toujours pas… « Se mettre en valeur »… Pourquoi ? Elle n’était pas à vendre. Il y avait beaucoup de brouillard autour d’elle. Ils ont laissé ça.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

mercredi 12 décembre 2012

Encuentro por el tiempo (XVI)



Entraron al lugar de pasta que de hecho quedaba muy cerca. Era grande. Mucho espacio y poca gente. Se sentaron en un rincón. Mas enseguida dijo él que quedaba muy a oscuras. Estaba de acuerdo ella. Se volvieron a levantar para instalarse en una mesa alta con banquillos. Lo que le gustaba a él. Tipo barra. Parecía estar más, él. Estaba pendiente ella de que se reanudara la cosa. Miraron la carta. Dijo él que siempre que venía tomaba lo mismo. Sencillito: tortellini con tocino, tomate, ajo y perejil. Dijo ella que tomaría lo mismo. Quería juntarse. Sentir que había manera de juntarse. Y a eso podía servir la comida. Dijo él que invitaba a vino. Tomaron el tinto de la casa.
 
Empezaron a charlar. Y se hizo densa e intensa la charla. Llegaron a hablar de Buenos Aires. Le hacía preguntas él. Lo que casi nunca ocurría. Se sintió muy feliz por ello ella. Que cuántas veces había ido. Que cuánto tiempo se había quedado. Que cómo se las había arreglado para ir. Que qué gente había conocido. Dijo ella que había ido tres veces. 2006, 2007, 2010. Que se había quedado primero un mes, luego tres meses, y últimamente mes y medio. Que la primera vez había cumplido con el sueño del tango y la promesa hecha respecto a la oposición prestigiosa de Letras Hispánicas que había terminado ganando. Que la primera vez había tenido que ver con la experiencia de vida en Madrid, un año, justo antes que conocerle a él. Que ahí había pensado: primero España, luego América Latina. Cuando América Latina pronto se había reducido a Buenos Aires – por más que Buenos Aires fuera lo menos América Latina. Porque mientras, había aparecido el bandoneón. Por lo cual había pensado: primero flamenco, luego tango. Y había empezado a aprender tango. En cuanto había sido posible.
 
Mas la primera vez, se las había arreglado mal. Sin pedirle nada a nadie. Como era su costumbre. Sin darse cuenta de que a América iba. Sencillamente por no tener concepto de América. Por haber conocido a argentinos que le habían dicho que «Buenos Aires era igual que París». Y por habérselo creído ella. Por no tener prejuicio – experiencia – de otra realidad – fuera de Europa. Porque había confiado en quien sabía que no había que confiar. Porque aun no había aprendido a distinguir. Un ex-amante muy complicado. Que le proponía pieza gratis, en el departamento de su madre que estaba de viaje. Alguien que la echaría a la calle a los tres días. A los tres días de haber pisado el hemisferio sur. Justo después de haberla aterrorizado con respecto a la violencia de la ciudad. Justo cuando había caído en la cuenta de que tenía novio ella allá, en su país. Y sin embargo, le dijo, a él, por más que se las hubiera arreglado muy mal, por más que hubiera padecido algo en el inicio, había podido darse cuenta de que sí, Buenos Aires le tenía que gustar enormemente. Lo que había podido comprobar con certeza. Cuando, justo antes que volver, su amiga de la milonga le había propuesto ir a un teatro chico del barrio de Caballito – donde precisamente vivía ella. A ver una obra en que actuaban amigas de Mendoza: Donde el viento hace buñuelos. Cuando justo era el día de su cumpleaños. Veintiséis años. En el otro hemisferio.
 
La secunda vez que había ido, por más que hubiera sido en plan salida de emergencia, o vía de escape – o también vía de acceso directo al deseo –, se las había arreglado mucho mejor. Había advertido a la gente que se iba a Buenos Aires. Lo había dicho. Por más que se le fuera prohibido. Y eso había provocado que alguien le consiguiera casa preciosa, con gente hermosa, en el barrio originario de la Boca. Y ahí había trabajado como bailarina de tango en el CITA (Congreso Internacional de Tango Argentino). Y ahí había escrito cien páginas sobre la locura y el pensar. Y ahí había conocido a la primera coreógrafa en su vida que le dijera que sí, era bailarina. Y ahí habían vuelto a amarla los hombres. Después de las cartas de amor mandadas al viento. Después que le dijeran que no era mujer. Y ahí, en esa secunda estancia, dijo, le dijo a él, había preparado su renacer. Y había sentido que lo iba consiguiendo. De a poco. Cuando el regreso a su país había coincidido con aquel terremoto insoportable de la muerte del espejo. Y que por eso, luego, habían tenido que pasar tres largos años – años de infierno – antes de que pudiera regresar. Antes de que volviera a encontrar la fuerza para regresar.
 
Y la tercera vez, la última hasta entonces, de nuevo, había ido en plan salida de emergencia, o vía de escape. Que encima era salida de la muerte. De la locura psiquiátrica, también. Que aquella vez, la última hasta entonces, era cuando le había pasado aquello del león – por haber estado tan lejos de sí, de sí-misma. Justo cuando la coreógrafa le había dicho que sí, que estaba de acuerdo para hacer un trabajo con ella. Y que por eso, por lo del león, aquella vez, la última hasta entonces, la habían llevado por dos veces al sanatorio sus amigos. Y había tenido que vivir cosas duras con los amigos. En el otro lado del mundo. Y había adelgazado. Por las pastillas que tenía que tomar. Por lo del león. Y le había dolido la panza. De manera incomunicable. Y se lo había cuidado. Lo había bailado. Y había hecho dicho trabajo con la coreógrafa. Y había llorado la gente al verla bailar. Y no se lo había podido creer. Y la había limpiado. La danza y las lágrimas de quien la había visto bailar. Y con eso había podido regresar. Aquella última vez. A este hemisferio.
 
Todo eso le contó. A él. Y la hizo feliz. Que por fin le preguntara. Sobre su relación con Argentina. Sobre el que hubiera ido sola. Siempre. Que le preguntara qué era lo que había ido buscando, allá. Lo que le quería contar ella. Lo que había tenido que buscar para su vida, para sobrevivir: otro idioma. El idioma del corazón. Porque el idioma materno había sido demasiado doloroso. El idioma de los brazos y abrazos. Que eso había estado buscando: que la abrazaran. Extranjeros. Humanos. En el otro hemisferio. Y eso era lo que le quería contar a él. Lo que le acababa de contar.




 


Rencontre à travers le temps (XVI)
 

Ils sont entrés dans l’endroit de pâtes qui, en effet, était juste à côté. C’était grand. Beaucoup d’espace et pas beaucoup de monde. Ils se sont assis dans un recoin. Mais immédiatement il a dit que c’était très sombre. Elle était d’accord. Ils se sont relevés pour s’installer à une table haute, avec des tabourets. Comme il aimait. Genre comptoir. Il avait l’air d’être un peu plus là. Elle était dans l’expectative, que la chose reprenne. Ils ont regardé le menu. Il a dit que chaque fois qu’il venait il prenait la même chose. Tout simple : des tortellinis avec des lardons, de la tomate, de l’ail et du persil. Elle a dit qu’elle allait prendre comme lui. Elle avait envie d’être réunie. De sentir que quelque chose était possible pour être réunis. Et les pâtes pouvaient être utilisées à ça. Il a dit qu’il offrait le vin. Ils ont pris le pichet de rouge de la maison.
 
Ils ont commencé à parler. Et la discussion s’est faite dense et intense. Ils en sont venus à parler de Buenos Aires. Il lui posait des questions. Ce qui n’arrivait pratiquement jamais. Ça lui a fait vraiment plaisir. Combien de fois elle y était allée ? Combien de temps elle y était restée ? Comment elle s’était débrouillée pour y aller ? Qui elle y avait rencontré ? Elle a dit qu’elle y était allée trois fois. 2006, 2007, 2010. Qu’elle y était d’abord restée un mois, puis trois mois, et la dernière fois, un mois et demi. Que la première fois, elle avait réalisé son rêve de tango et la promesse qu’elle s’était faite par rapport à ce concours prestigieux de Lettres Hispaniques qu’elle avait fini par obtenir. Que la première fois, ça avait eu à voir avec l’expérience de vie à Madrid, pendant un an, juste avant de le connaitre, lui. Que c’était à ce moment-là qu’elle s’était dit : d’abord l’Espagne, après l’Amérique Latine. Que l’Amérique Latine s’était bientôt réduite à Buenos Aires – même si Buenos Aires était ce qu’il y avait de moins Amérique Latine. Parce qu’entre temps, le bandonéon lui était apparu. Que donc, elle s’était dit : d’abord le flamenco, après le tango. Et elle avait commencé à apprendre le tango. Dès que ça avait été possible.
 
Mais la première fois, elle s’était mal débrouillée. Sans rien ne demander à personne. Comme d’habitude. Sans prendre en compte que c’était en Amérique qu’elle allait. Juste parce qu’elle n’avait pas de concept d’Amérique. Parce qu’elle avait connu des argentins qui lui avaient dit que « Buenos Aires était comme Paris ». Et parce qu’elle l’avait cru. Parce qu’elle n’avait pas de préjugé – d’expérience – concernant l’autre réalité – hors de l’Europe. Parce qu’elle avait fait confiance à qui, elle le savait, il ne fallait pas faire confiance. Parce qu’elle n’avait pas encore appris à faire la distinction. Un ex-amant retors. Qui lui proposait une chambre gratuitement, dans l’appartement de sa mère qui était en voyage. Quelqu’un qui la mettrait à la porte au bout de trois jours. Trois jours après avoir posé le pied dans l’hémisphère sud. Juste après l’avoir terrorisée, par rapport à la violence de la ville. Juste quand il s’était rendu compte qu’elle avait un petit-ami, là-bas, dans son pays. Et pourtant, a-t-elle dit, à lui, même si elle s’était mal débrouillée, même si elle avait un peu souffert au début, elle s’était rendue compte que oui, Buenos Aires lui plairait énormément. Comme elle avait pu le vérifier avec certitude. Quand, juste avant de rentrer, son amie de la milonga lui avait proposé d’aller dans un petit théâtre du quartier de Caballito – justement où elle vivait. Pour voir une pièce dans laquelle jouaient ses amies de Mendoza : Là où le vent fait des beignets. Quand c’était justement le jour de son anniversaire. Vingt-six ans. Dans l’autre hémisphère.
 
La deuxième fois qu’elle y était allée, même si ça avait été en mode sortie de secours, ou voie de dégagement – en même temps que voie d’accès directe au désir –, elle s’était beaucoup mieux débrouillée. Elle avait averti les gens qu’elle allait à Buenos Aires. Elle l’avait dit. Même si ça lui était défendu. Et ça avait permis que quelqu’un lui trouve une magnifique maison, chez des gens formidables, dans le quartier originel de la Boca. Et là, elle avait travaillé comme danseuse de tango au CITA (Congrès International de Tango Argentin). Et là, elle avait écrit cent pages sur la folie et la pensée. Et là, elle avait connu la première chorégraphe de sa vie à lui dire que oui, elle était danseuse. Et là, les hommes avaient recommencé à l’aimer. Après les lettres d’amour envoyées au vent. Après qu’on lui ait dit qu’elle n’était pas femme. Et là, pendant ce deuxième séjour, lui a-t-elle dit, à lui, elle avait travaillé à sa renaissance. Et elle avait eu l’impression d’y arriver. Petit à petit. Quand le retour dans son pays avait coïncidé avec ce tremblement de terre insupportable de la mort du miroir. Ce pourquoi, après, trois longues années étaient passées – des années d’enfer – avant qu’elle ne puisse y retourner. Avant qu’elle ne trouve la force d’y retourner.
 
La troisième fois, la dernière jusqu’alors, elle y était encore allée en mode sortie de secours, ou voie de dégagement. Sortie de la mort. De la folie psychiatrique, aussi. Et cette fois-là, la dernière jusqu’alors, c’était la fois où il lui était arrivé cette chose du lion – parce qu’elle était tellement loin d’elle, loin d’elle-même. Alors que la chorégraphe venait juste de lui dire que oui, elle était d’accord pour travailler avec elle. Et à cause de ça, de cette chose du lion, cette fois-là, la dernière jusqu’alors, ses amis l’avaient amenée par deux fois à l’hôpital. Et il avait fallu qu’elle vive des choses difficiles avec ses amis. A l’autre bout du monde. Et elle avait maigri. A cause des médicaments qu’elle avait dû prendre. A cause du lion. Et elle avait eu mal au ventre. De façon incommunicable. Et elle en avait pris soin. Et elle l’avait dansé. Elle avait fait ce travail avec la chorégraphe. Et les gens avaient pleuré en la voyant danser. Et elle n’avait pas pu y croire. Et ça l’avait lavée. La danse et les larmes de ceux qui l’avaient vue danser. Et c’était ça qui avait fait qu’elle avait pu rentrer. Cette dernière fois. Dans notre hémisphère.
 
Elle lui racontait tout ça. A lui. Et ça la rendait heureuse. Qu’il lui pose enfin des questions. Sur sa relation avec l’Argentine. Sur le fait qu’elle y soit allée seule. Toujours. Qu’il lui demande ce qu’elle était allée y chercher. Justement ce qu’elle voulait lui raconter. Ce qu’il avait fallu qu’elle cherche pour vivre, survivre : une autre langue. La langue du cœur – parce que la langue maternelle avait été trop douloureuse. La langue des bras et des prises dans les bras. C’était ça qu’elle avait cherché : être prise dans des bras. Même étrangers. Des humains. Dans l’autre hémisphère. Ce qu’elle voulait lui raconter. Ce qu’elle venait de lui raconter.