mercredi 12 décembre 2012

Encuentro por el tiempo (XVI)



Entraron al lugar de pasta que de hecho quedaba muy cerca. Era grande. Mucho espacio y poca gente. Se sentaron en un rincón. Mas enseguida dijo él que quedaba muy a oscuras. Estaba de acuerdo ella. Se volvieron a levantar para instalarse en una mesa alta con banquillos. Lo que le gustaba a él. Tipo barra. Parecía estar más, él. Estaba pendiente ella de que se reanudara la cosa. Miraron la carta. Dijo él que siempre que venía tomaba lo mismo. Sencillito: tortellini con tocino, tomate, ajo y perejil. Dijo ella que tomaría lo mismo. Quería juntarse. Sentir que había manera de juntarse. Y a eso podía servir la comida. Dijo él que invitaba a vino. Tomaron el tinto de la casa.
 
Empezaron a charlar. Y se hizo densa e intensa la charla. Llegaron a hablar de Buenos Aires. Le hacía preguntas él. Lo que casi nunca ocurría. Se sintió muy feliz por ello ella. Que cuántas veces había ido. Que cuánto tiempo se había quedado. Que cómo se las había arreglado para ir. Que qué gente había conocido. Dijo ella que había ido tres veces. 2006, 2007, 2010. Que se había quedado primero un mes, luego tres meses, y últimamente mes y medio. Que la primera vez había cumplido con el sueño del tango y la promesa hecha respecto a la oposición prestigiosa de Letras Hispánicas que había terminado ganando. Que la primera vez había tenido que ver con la experiencia de vida en Madrid, un año, justo antes que conocerle a él. Que ahí había pensado: primero España, luego América Latina. Cuando América Latina pronto se había reducido a Buenos Aires – por más que Buenos Aires fuera lo menos América Latina. Porque mientras, había aparecido el bandoneón. Por lo cual había pensado: primero flamenco, luego tango. Y había empezado a aprender tango. En cuanto había sido posible.
 
Mas la primera vez, se las había arreglado mal. Sin pedirle nada a nadie. Como era su costumbre. Sin darse cuenta de que a América iba. Sencillamente por no tener concepto de América. Por haber conocido a argentinos que le habían dicho que «Buenos Aires era igual que París». Y por habérselo creído ella. Por no tener prejuicio – experiencia – de otra realidad – fuera de Europa. Porque había confiado en quien sabía que no había que confiar. Porque aun no había aprendido a distinguir. Un ex-amante muy complicado. Que le proponía pieza gratis, en el departamento de su madre que estaba de viaje. Alguien que la echaría a la calle a los tres días. A los tres días de haber pisado el hemisferio sur. Justo después de haberla aterrorizado con respecto a la violencia de la ciudad. Justo cuando había caído en la cuenta de que tenía novio ella allá, en su país. Y sin embargo, le dijo, a él, por más que se las hubiera arreglado muy mal, por más que hubiera padecido algo en el inicio, había podido darse cuenta de que sí, Buenos Aires le tenía que gustar enormemente. Lo que había podido comprobar con certeza. Cuando, justo antes que volver, su amiga de la milonga le había propuesto ir a un teatro chico del barrio de Caballito – donde precisamente vivía ella. A ver una obra en que actuaban amigas de Mendoza: Donde el viento hace buñuelos. Cuando justo era el día de su cumpleaños. Veintiséis años. En el otro hemisferio.
 
La secunda vez que había ido, por más que hubiera sido en plan salida de emergencia, o vía de escape – o también vía de acceso directo al deseo –, se las había arreglado mucho mejor. Había advertido a la gente que se iba a Buenos Aires. Lo había dicho. Por más que se le fuera prohibido. Y eso había provocado que alguien le consiguiera casa preciosa, con gente hermosa, en el barrio originario de la Boca. Y ahí había trabajado como bailarina de tango en el CITA (Congreso Internacional de Tango Argentino). Y ahí había escrito cien páginas sobre la locura y el pensar. Y ahí había conocido a la primera coreógrafa en su vida que le dijera que sí, era bailarina. Y ahí habían vuelto a amarla los hombres. Después de las cartas de amor mandadas al viento. Después que le dijeran que no era mujer. Y ahí, en esa secunda estancia, dijo, le dijo a él, había preparado su renacer. Y había sentido que lo iba consiguiendo. De a poco. Cuando el regreso a su país había coincidido con aquel terremoto insoportable de la muerte del espejo. Y que por eso, luego, habían tenido que pasar tres largos años – años de infierno – antes de que pudiera regresar. Antes de que volviera a encontrar la fuerza para regresar.
 
Y la tercera vez, la última hasta entonces, de nuevo, había ido en plan salida de emergencia, o vía de escape. Que encima era salida de la muerte. De la locura psiquiátrica, también. Que aquella vez, la última hasta entonces, era cuando le había pasado aquello del león – por haber estado tan lejos de sí, de sí-misma. Justo cuando la coreógrafa le había dicho que sí, que estaba de acuerdo para hacer un trabajo con ella. Y que por eso, por lo del león, aquella vez, la última hasta entonces, la habían llevado por dos veces al sanatorio sus amigos. Y había tenido que vivir cosas duras con los amigos. En el otro lado del mundo. Y había adelgazado. Por las pastillas que tenía que tomar. Por lo del león. Y le había dolido la panza. De manera incomunicable. Y se lo había cuidado. Lo había bailado. Y había hecho dicho trabajo con la coreógrafa. Y había llorado la gente al verla bailar. Y no se lo había podido creer. Y la había limpiado. La danza y las lágrimas de quien la había visto bailar. Y con eso había podido regresar. Aquella última vez. A este hemisferio.
 
Todo eso le contó. A él. Y la hizo feliz. Que por fin le preguntara. Sobre su relación con Argentina. Sobre el que hubiera ido sola. Siempre. Que le preguntara qué era lo que había ido buscando, allá. Lo que le quería contar ella. Lo que había tenido que buscar para su vida, para sobrevivir: otro idioma. El idioma del corazón. Porque el idioma materno había sido demasiado doloroso. El idioma de los brazos y abrazos. Que eso había estado buscando: que la abrazaran. Extranjeros. Humanos. En el otro hemisferio. Y eso era lo que le quería contar a él. Lo que le acababa de contar.




 


Rencontre à travers le temps (XVI)
 

Ils sont entrés dans l’endroit de pâtes qui, en effet, était juste à côté. C’était grand. Beaucoup d’espace et pas beaucoup de monde. Ils se sont assis dans un recoin. Mais immédiatement il a dit que c’était très sombre. Elle était d’accord. Ils se sont relevés pour s’installer à une table haute, avec des tabourets. Comme il aimait. Genre comptoir. Il avait l’air d’être un peu plus là. Elle était dans l’expectative, que la chose reprenne. Ils ont regardé le menu. Il a dit que chaque fois qu’il venait il prenait la même chose. Tout simple : des tortellinis avec des lardons, de la tomate, de l’ail et du persil. Elle a dit qu’elle allait prendre comme lui. Elle avait envie d’être réunie. De sentir que quelque chose était possible pour être réunis. Et les pâtes pouvaient être utilisées à ça. Il a dit qu’il offrait le vin. Ils ont pris le pichet de rouge de la maison.
 
Ils ont commencé à parler. Et la discussion s’est faite dense et intense. Ils en sont venus à parler de Buenos Aires. Il lui posait des questions. Ce qui n’arrivait pratiquement jamais. Ça lui a fait vraiment plaisir. Combien de fois elle y était allée ? Combien de temps elle y était restée ? Comment elle s’était débrouillée pour y aller ? Qui elle y avait rencontré ? Elle a dit qu’elle y était allée trois fois. 2006, 2007, 2010. Qu’elle y était d’abord restée un mois, puis trois mois, et la dernière fois, un mois et demi. Que la première fois, elle avait réalisé son rêve de tango et la promesse qu’elle s’était faite par rapport à ce concours prestigieux de Lettres Hispaniques qu’elle avait fini par obtenir. Que la première fois, ça avait eu à voir avec l’expérience de vie à Madrid, pendant un an, juste avant de le connaitre, lui. Que c’était à ce moment-là qu’elle s’était dit : d’abord l’Espagne, après l’Amérique Latine. Que l’Amérique Latine s’était bientôt réduite à Buenos Aires – même si Buenos Aires était ce qu’il y avait de moins Amérique Latine. Parce qu’entre temps, le bandonéon lui était apparu. Que donc, elle s’était dit : d’abord le flamenco, après le tango. Et elle avait commencé à apprendre le tango. Dès que ça avait été possible.
 
Mais la première fois, elle s’était mal débrouillée. Sans rien ne demander à personne. Comme d’habitude. Sans prendre en compte que c’était en Amérique qu’elle allait. Juste parce qu’elle n’avait pas de concept d’Amérique. Parce qu’elle avait connu des argentins qui lui avaient dit que « Buenos Aires était comme Paris ». Et parce qu’elle l’avait cru. Parce qu’elle n’avait pas de préjugé – d’expérience – concernant l’autre réalité – hors de l’Europe. Parce qu’elle avait fait confiance à qui, elle le savait, il ne fallait pas faire confiance. Parce qu’elle n’avait pas encore appris à faire la distinction. Un ex-amant retors. Qui lui proposait une chambre gratuitement, dans l’appartement de sa mère qui était en voyage. Quelqu’un qui la mettrait à la porte au bout de trois jours. Trois jours après avoir posé le pied dans l’hémisphère sud. Juste après l’avoir terrorisée, par rapport à la violence de la ville. Juste quand il s’était rendu compte qu’elle avait un petit-ami, là-bas, dans son pays. Et pourtant, a-t-elle dit, à lui, même si elle s’était mal débrouillée, même si elle avait un peu souffert au début, elle s’était rendue compte que oui, Buenos Aires lui plairait énormément. Comme elle avait pu le vérifier avec certitude. Quand, juste avant de rentrer, son amie de la milonga lui avait proposé d’aller dans un petit théâtre du quartier de Caballito – justement où elle vivait. Pour voir une pièce dans laquelle jouaient ses amies de Mendoza : Là où le vent fait des beignets. Quand c’était justement le jour de son anniversaire. Vingt-six ans. Dans l’autre hémisphère.
 
La deuxième fois qu’elle y était allée, même si ça avait été en mode sortie de secours, ou voie de dégagement – en même temps que voie d’accès directe au désir –, elle s’était beaucoup mieux débrouillée. Elle avait averti les gens qu’elle allait à Buenos Aires. Elle l’avait dit. Même si ça lui était défendu. Et ça avait permis que quelqu’un lui trouve une magnifique maison, chez des gens formidables, dans le quartier originel de la Boca. Et là, elle avait travaillé comme danseuse de tango au CITA (Congrès International de Tango Argentin). Et là, elle avait écrit cent pages sur la folie et la pensée. Et là, elle avait connu la première chorégraphe de sa vie à lui dire que oui, elle était danseuse. Et là, les hommes avaient recommencé à l’aimer. Après les lettres d’amour envoyées au vent. Après qu’on lui ait dit qu’elle n’était pas femme. Et là, pendant ce deuxième séjour, lui a-t-elle dit, à lui, elle avait travaillé à sa renaissance. Et elle avait eu l’impression d’y arriver. Petit à petit. Quand le retour dans son pays avait coïncidé avec ce tremblement de terre insupportable de la mort du miroir. Ce pourquoi, après, trois longues années étaient passées – des années d’enfer – avant qu’elle ne puisse y retourner. Avant qu’elle ne trouve la force d’y retourner.
 
La troisième fois, la dernière jusqu’alors, elle y était encore allée en mode sortie de secours, ou voie de dégagement. Sortie de la mort. De la folie psychiatrique, aussi. Et cette fois-là, la dernière jusqu’alors, c’était la fois où il lui était arrivé cette chose du lion – parce qu’elle était tellement loin d’elle, loin d’elle-même. Alors que la chorégraphe venait juste de lui dire que oui, elle était d’accord pour travailler avec elle. Et à cause de ça, de cette chose du lion, cette fois-là, la dernière jusqu’alors, ses amis l’avaient amenée par deux fois à l’hôpital. Et il avait fallu qu’elle vive des choses difficiles avec ses amis. A l’autre bout du monde. Et elle avait maigri. A cause des médicaments qu’elle avait dû prendre. A cause du lion. Et elle avait eu mal au ventre. De façon incommunicable. Et elle en avait pris soin. Et elle l’avait dansé. Elle avait fait ce travail avec la chorégraphe. Et les gens avaient pleuré en la voyant danser. Et elle n’avait pas pu y croire. Et ça l’avait lavée. La danse et les larmes de ceux qui l’avaient vue danser. Et c’était ça qui avait fait qu’elle avait pu rentrer. Cette dernière fois. Dans notre hémisphère.
 
Elle lui racontait tout ça. A lui. Et ça la rendait heureuse. Qu’il lui pose enfin des questions. Sur sa relation avec l’Argentine. Sur le fait qu’elle y soit allée seule. Toujours. Qu’il lui demande ce qu’elle était allée y chercher. Justement ce qu’elle voulait lui raconter. Ce qu’il avait fallu qu’elle cherche pour vivre, survivre : une autre langue. La langue du cœur – parce que la langue maternelle avait été trop douloureuse. La langue des bras et des prises dans les bras. C’était ça qu’elle avait cherché : être prise dans des bras. Même étrangers. Des humains. Dans l’autre hémisphère. Ce qu’elle voulait lui raconter. Ce qu’elle venait de lui raconter.
 
 
 
 
 
 


2 commentaires:

Anonyme a dit…

Muy bonita forma de contar, y tan apasionada, sensible...Es un encanto leerte.Un saludo

Aurélia Jarry a dit…

Muchas gracias, Davsan. Es un honor conseguir conmover a un lector!