Cuando sonó el despertador de ella, seguía
igual de presente el dolor de la víspera. Y seguía durmiendo él. Intentó
buscarle algo ella. Mas dormía. Se levantó. Tenía una mochila grande que
preparar. Un tren que tomar. Cuando salió de la ducha, había preparado él una
mesa generosa de desayuno. Estaba de buen humor. Mucho mejor que el día
anterior. Ella estaba fatal. Hubiera querido que lo notara él. Que dijera algo.
Que la abrazara. Mas parecía que no se daba cuenta de nada. Realmente. Estaba
de buen humor, y parecía que no estaba dispuesto a que algo le alterara dicho
humor. Cuando ella estaba de nuevo sin saber qué hacer. Entre el dolor que no le
paraba de crecer, y la indiferencia obstinada de él.
Quiso acompañarla a la estación. Ella no
podía más. Si no le quería hacer caso, darse cuenta de qué le pasaba, que no se
quedara al lado de ella. Como mínimo. Y crecía el desacorde entre la necesidad
de ella, y la aridez de él. Llegaron al tranvía. Estaba a gusto él. Parecía.
Llegaron a la estación. Con mucho tiempo por delante. No podía más ella. Quería
que terminara ya esto. Que pasara ya. Propuso sentarse en un banco, porque
sentía que le podían fallar las fuerzas físicas. Y aún quedaba tiempo. No podía
más. Abrió la boca. Soltó algo. De eso que la iba ahogando. ¿Que si no notaba
que estaba mal ella? ¿Que si no se daba cuenta de cómo estaba? ¿Qué si pensaba
seguir haciendo como si nada? ¡Porque ella, eso, ni quería, ni podía! Y ahí, ocurrió,
por fin, algo inesperado. A la exasperación y el terror de ella contestaron la
paz y la ternura de él. Algo jamás experimentado. Para ella. Nunca jamás.
Se disculpó. El. Le pidió que le perdonara la
torpeza. Le dijo que claro que se daba cuenta de que estaba mal ella. Pero que
lo que pasaba sólo era que no sabía qué hacer. Que eso era lo que hacía que
pareciera ausente. Cuando sólo estaba paralizado. Por no saber qué hacer. Para
disipar el malestar de ella. Eso, la forma de decirlo, la dejó boquiabierta.
Porque sentía que era sincero. Porque le conmovió semejante sinceridad y
humildad. Dulzura. Porque los hombres de antes – los del «antes» de ella – le hubieran gritado, y la hubieran
acusado de la impotencia de ellos. Le hubieran echado en cara que nada del
malestar de ella les concernía a ellos. Que era asunto de ella. Que nada
querían saber ellos. Cuando él, ahí, tierno, confesando la torpeza y pidiendo
ayuda para remediarla. Cuando ya era hora de acercarse al andén. De subirse al
tren. De separarse. Ahora no. Ahora ya no quería ella.
Justo antes de que se subiera al vagón ella,
dijo eso él: Que era una auténtica caja de caudales, él. Que desde la ruptura
con su expareja nadie había conseguido abrir la más mínima cerradura. Que ni
había pensado poder sentir tanto, con ella. ¡Wau…! Se subía al tren ella. Con
eso. Con semejante confesión. Declaración. Con semejante confesión de
sensibilidad. Delicada. Mezclada con la sorpresa de ella de que no hubiera reaccionado
él igual que hacía diez años. Con niebla. De cangrejo. En el tren se quedó con
muchas ganas de él. Muchas ganas de seguir hablando con él. Muchas ganas de
seguir conociéndole. Quería conocerle. De nuevo. La duda se había disipado. De
nuevo. Mas hacía falta seguir poniéndole leña al fuego. Por eso estaba
pendiente de que le dijera algo. De que le mandara algún mensajito de celular,
o la llamara. No quería tomar de nuevo la iniciativa ella. No quería
presionarlo. Quería confiar. Confiar en él. Confiar en que si no le presionaba,
algo iba a querer darle. Decirle. Se quedó esperando todo el día. No dijo nada
él.
Por eso empezó de nuevo a no entender nada ella.
Si era tan así, de sensible, si había sentido el malestar de ella, si había
experimentado la necesidad de soltar algo de él, de reanudar con ella, ¿por qué
no hacía nada? ¿Por qué no decía nada? No entendía ella. Volvía a crecer la angustia.
Como consecuencia. Mas no iba a quedarse así de pasiva. Igual que siempre, sin
querer molestar a nadie, sin pedir nada, contentándose sólo con lo que le daban.
Llamó. Lo llamó a él. Ya de noche. Algo tarde. Estaba en casa de unos amigos. Había
ido a cenar con ellos. Pero estaba dispuesto para charlar algo con ella, claro.
De nuevo parecía muy superficial todo. Muy superficial él. Desconectado de lo
que había pasado a la mañana misma, en el andén, antes que separarse. Parecía distante.
Como si no estuviera concernido. Y ella necesitando explicitarle el malestar suyo
de la mañana. Queriendo que entendiera. Ya que ni habían evocado el por qué; sino
sólo el por qué hacía él como si nada.
Comentó ella de eso de la «forma de vestir». De eso de la «frialdad». De eso de la «fisiología». Mas no dijo nada respecto al
que se durmiera así. A lo cual comentó él de nuevo de su torpeza en decir las
cosas. Volvió a pedir disculpas. Mas no era igual que a la mañana – algo que se
escapaba de las entrañas, algo que confesaba la dificultad. Más bien sonaba a
reproche: «Ya sé
que he sido torpe. ¿Qué más querés?», algo así. No le gustó a ella. ¡No le gustó para nada! Al subtexto
del «¿qué más
querés?» contestaba
a gritos internos: «Pues
¡que pensés en una alternativa a tanta grosería! ¡Que te las ingeniés para
enfocar las cosas desde otro punto de vista! ¡Que elaborés algo más elegante!». Gritos INTERNOS. No dijo nada
de eso. Obvio. Cuando él – al revés de eso que había pasado a la mañana – estaba
como consolidando su posición – de oposición, a ella. Así que, insistió en que
algo de ella no le convenía. En que necesitaba que se soltara más ella. Ella no
dijo nada. Reprimió. No dijo todo aquello que había pensado, aquello que seguía
pensando.
Sólo dijo que, por su propia historia, y más aún desde lo del león, era
ella lo que era. Que eso tenía motivos. Que ella misma lo podía lamentar, pero
que tampoco lo podía cambiar del todo, reescribir la historia. Que trabajaba ya
para aceptárselo a ella. Pero que, claro, el tema era saber si él podía aceptarla
así, tal como era. Nunca había dicho tan claramente algo así. Algo de la
aceptación propia. Del pedir que la aceptaran. Cuando dio otro golpe él. Cuando
dijo algo que ni se podía esperar ella. Cuando dijo que no se trataba de venir
con algún «pasivo». Que el «pasivo» de uno, sólo era asunto de uno. ¡Algo, eso,
que nunca le habían dicho aún! Dijo sin embargo que, obviamente, cada uno no
llegaba virgen cuando se encontraba con otro. Que, precisamente, de este todo se trataba. Cuando dijo él que
tenía que cortar porque no se quería perder el tranvía, y ya estaba muy tarde. Ella
le dijo que claro. Que entendía. Pensó que la volviera a llamar al subirse al
tranvía. Para seguir la charla. Se quedó esperando. Pasó la noche. No llamó.
Rencontre à travers le temps (XIX)
Quand son réveil a sonné, la
douleur de la veille était toujours présente. Il dormait encore. Elle a essayé
de le chercher un peu. Il dormait. Elle s’est levée. Elle avait un grand sac à
dos à faire. Un train à prendre. Quand elle est sortie de la douche, il avait
préparé une sacrée table de petit-déjeuner. Il était de bonne humeur. Bien
mieux que le jour d’avant. Elle ne se sentait pas bien du tout. Elle aurait aimé
qu’il s’en rende compte. Qu’il dise quelque chose. Qu’il la prenne dans ses
bras. Mais on avait l’impression qu’il ne se rendait compte de rien. Véritablement.
Il était de bonne humeur, et on avait l’impression qu’il n’était pas disposé à
ce que quoi que ce soit vienne altérer cette humeur. Pendant qu’elle elle ne
savait à nouveau plus quoi faire. Prise entre sa douleur à elle qui ne cessait
de croitre, et son indifférence obstinée, à lui.
Il a voulu l’accompagner à la gare.
Elle n’en pouvait plus. S’il ne voulait pas faire attention à elle, se rendre
compte de ce qu’elle ressentait, qu’il ne reste pas à côté d’elle. C’était la
moindre des choses. Le désaccord grandissait entre son besoin à elle, et son
aridité à lui. Ils sont arrivés au tram. Il était bien. On aurait dit. Ils sont
arrivés à la gare. Avec beaucoup d’avance. Elle n’en pouvait plus. Elle voulait
que ça cesse. Que ça passe. Elle a proposé de s’asseoir sur un banc, parce
qu’elle a senti que ses forces physiques pourraient lui manquer. Et il y avait encore
du temps. Elle n’en pouvait plus. Elle a ouvert la bouche. Elle a lâché quelque
chose. De ce qui l’étouffait. Est-ce qu’il ne voyait pas qu’elle était
mal ? Est-ce qu’il ne voyait pas dans quel état elle était ? Est-ce
qu’il pensait continuer à faire comme si de rien n’était ? Parce que ça,
elle, ni elle ne le voulait, ni elle ne le pouvait ! Et là, quelque chose
d’inespéré, enfin, est arrivé. A son exaspération et sa peur, à elle, ont
répondu sa paix et sa douceur, à lui. Quelque chose qui ne lui était jamais
arrivé, à elle. Absolument jamais.
Il s’est excusé. Lui. Il lui a
demandé, à elle, de bien vouloir pardonner sa maladresse. Il lui a dit, à elle,
que bien sûr, qu’il se rendait compte qu’elle était mal. Mais qu’il ne savait
pas quoi faire, c’est tout. Que c’était juste ça, qui faisait qu’il avait l’air
absent. Qu’il était juste paralysé. Par ça, parce qu’il ne savait pas quoi
faire. Pour remédier à son malaise, à elle. Et ça, sa façon de le dire, ça l’a
laissée bouche bée, elle. Parce qu’elle sentait que c’était sincère. Parce que
cette sincérité et cette humilité l’ont émue. Cette douceur. Parce que les
hommes d’avant – de son « avant » à elle – lui auraient crié dessus,
et l’auraient accusée, elle, de leur impuissance, à eux. Ils lui auraient jeté
à la figure que rien de son malaise à elle ne les concernait, eux. Que c’était
son affaire, à elle. Qu’ils ne voulaient rien en savoir. Alors que lui, là,
tendre, confessait juste sa maladresse, et demandait juste à être aidé pour y
remédier. Quand il était déjà l’heure de se rapprocher du quai. De monter dans
le train. De se séparer. Pas maintenant. Maintenant, elle n’en avait plus envie.
Juste avant qu’elle ne monte dans
le wagon, il a dit ça : Qu’il était un vrai coffre-fort. Que depuis sa dernière
rupture, personne n’avait réussi à faire sauter le moindre verrou. Qu’il ne
pensait même pas pouvoir ressentir autant, avec elle. Waouh ! Elle montait
dans le train. Avec ça. Cet aveu. Déclaration. Un tel aveu de sensibilité.
Délicate. Mélangé à sa surprise, à elle, qu’il ait réagi si différemment d’il y
avait dix ans. Pas de brouillard. De crabe. Dans le train, elle a continué à avoir
envie de lui. Une vraie envie de continuer à parler avec lui. De continuer à le
connaître. Elle avait envie de le connaître. A nouveau. Le doute s’était
dissipé. A nouveau. Mais il fallait continuer à alimenter le feu. C’est pour ça
qu’elle attendait qu’il dise quelque chose. Qu’il envoie un sms, ou qu’il appelle.
Elle ne voulait pas en prendre encore l’initiative. Elle ne voulait pas l’étouffer.
Elle voulait faire confiance. Lui faire confiance. Faire confiance au fait que
si elle ne l’étouffait pas, il aurait envie de lui donner quelque chose. De lui
dire quelque chose. Elle a attendu. Toute la journée. Il n’a rien dit.
Alors elle a recommencé à ne rien
comprendre. S’il était tellement comme ça, sensible, s’il avait perçu son malaise,
s’il avait fait l’expérience de la nécessité de faire sortir quelque chose de
lui, de renouer avec elle, pourquoi est-ce qu’il ne faisait rien ?
Pourquoi est-ce qu’il ne disait rien ? Elle ne comprenait pas. L’angoisse
recommençait à monter. En conséquence. Elle n’allait pas rester dans cette passivité.
Comme d’habitude à vouloir n’embêter personne, à ne rien demander, à se
contenter tout juste de ce qu’on voulait bien lui donner. Elle a appelé. Elle
l’a appelé. C’était déjà le soir. Un peu tard. Il était chez des amis. Il était
allé dîner chez eux. Il était quand même disponible pour discuter un peu avec
elle, bien sûr. Tout semblait à nouveau très superficiel. Très superficiel.
Déconnecté de ce qui s’était passé le matin même, sur le quai, avant de se
séparer. Il avait l’air distant. Comme s’il n’avait pas été concerné. Et elle, qui
avait besoin de parler de son malaise du matin, de le lui expliciter. Qui voulait
qu’il comprenne. Puisqu’ils n’en avaient même pas évoqué la cause ; qu’ils
n’avaient parlé que du fait qu’il ait fait comme si de rien était.
Elle a parlé de la « façon de
s’habiller ». De la « froideur ». De la « physiologie ».
Elle n’a rien dit concernant le fait qu’il se soit endormi comme ça. En
réponse, il a à nouveau évoqué sa maladresse pour dire les choses. Il s’est
excusé à nouveau. Mais ce n’était plus comme le matin – quelque chose qui
s’échappait du ventre, quelque chose qui confessait la difficulté. Ça sonnait
plutôt comme un reproche : « Je sais bien que j’ai été maladroit.
Qu’est-ce que tu veux de plus ? », quelque chose comme ça. Ca ne lui
a pas plu. A elle. Ca ne lui a pas du tout plu ! Et à ce sous-texte du
« qu’est-ce que tu veux de plus », elle a répondu par des cris intérieurs : « Eh
bien, que tu réfléchisses à une alternative à cette grossièreté ! Que tu te
remues pour envisager les choses différemment ! Que tu élabores quelque
chose de plus élégant ! ». INTERIEURS. Elle n’a rien dit. Bien sûr. Tandis
que – contrairement à ce qui s’était passé le matin – il semblait être à
consolider sa position – d’opposition, à elle. Ainsi a-t-il insisté sur le fait
que quelque chose d’elle ne lui convenait pas. Qu’il avait besoin qu’elle se
donne plus. Elle n’a rien dit. Elle a contenu. Elle n’a rien dit de tout ce
qu’elle avait déjà pensé, de tout ce qu’elle continuait à penser.
Elle a juste dit, qu’à cause de son
histoire, et encore plus depuis le lion, elle était comme elle était. Qu’il y
avait des raisons à ça. Qu’elle aussi elle pouvait le déplorer, mais qu’elle ne
pouvait pas non plus complètement changer les choses, réécrire l’histoire. Qu’elle
travaillait à se l’accepter. Mais que, bien sûr, la question était de savoir si
lui, pouvait accepter ça, l’accepter comme elle était. Elle n’avait jamais dit
aussi clairement, quelque chose comme ça. De l’acceptation d’elle. De la demande
d’être acceptée comme ça. Mais il a encore donné un coup. Il a dit quelque
chose qu’elle n’aurait pas même pu imaginer. Qu’il ne s’agissait pas d’arriver
avec un « passif ». Que le « passif » de chacun était l’affaire
de chacun, c’est tout. Un truc pareil, ça, on ne le lui avait encore jamais
sorti ! Elle a juste dit, quand même, qu’on n’arrivait pas vierge quand on
rencontrait quelqu’un. Et que, précisément, c’était de ce tout dont il était question. Il a dit qu’il devait raccrocher,
parce qu’il ne voulait pas rater le tram et qu’il était déjà tard. Elle a dit
que bien sûr. Qu’elle comprenait. Elle se disait qu’il allait rappeler en
montant dans le tram. Pour continuer à parler. Elle a attendu. La nuit a passé.
Il n’a pas appelé.
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