En ese momento le dijo, él a ella, que sí,
que le gustaba mucho. Debía de haber notado que algo había que decirle. Que
algo, de lo que le había dicho e insistido, respecto a su forma de vestir, le
había hecho daño. Y tampoco parecía que quisiera de verdad hacerle daño. Se
tumbaron en la cama. La abrazó. Estaban mejor. Cuando le hizo él aquella
pregunta: ¿Que si tomaba placer con él? Ahí tuvo miedo ella. No por la
pregunta. Sino por cuestión de lenguaje. No porque preguntara al respecto. Sino
por el uso de las palabras. El mal uso, de las palabras. O, mejor dicho, la
concepción diferente que tenían de las mismas palabras. Para ella, el «placer»
del que hablaba él no era algo que se «tomaba». O, «tomarlo» no era lo que
buscaba ella. Para ella, era cuestión de compartir. De encontrarse. De buscar
encontrarse mediante los cuerpos. Intentar conocerse. Sabiendo lo difícil que
es – para ciertas personas – intentar acercarse a otro. Aún más, en el lugar más
íntimo de los cuerpos. Mas «tomar placer», no la interesaba. Era cierto. En ese
momento de la relación – o sea el inicio – no la interesaba. Como tampoco la
interesaba hablar de ello. De tal concepción – consumista – de la relación
corporal. Ya había conocido suficientemente horrores con su última pareja – su primer
hombre. Sólo dijo eso: que no buscaba «tomar placer», sino encontrarle a él,
que se encontraran los dos. No supo muy bien si entendía. Pero siguió el tema. Y
le dijo que le preguntaba aquello porque sentía como «frialdad» por su parte. ¡Otro
golpe! Estaba harta ella. Dolorida también. Mas sobre todo harta. De tanto
desencuentro. Ya no tenía tanto miedo – como había sentido durante todo el día
– pero sentía que le crecía el enojo. Intentó contenerse lo más que podía. Para
no hacerle mal. Ella. A él. Para no decirle qué opinaba realmente ella.
Espejo. Espejismo. Se quedaba callada ella. Pensaba
en lo que había dicho él. Pensaba en que lo que sentía él, y llamaba «frialdad»,
no era otra cosa que la respuesta suya a la falta de entrega de él. Mas intuía
que él ni estaba consciente de ello – del que no se entregaba. ¿Cómo decírselo
sin hacerle daño? ¿Cómo hablar con alguien de algo de que ni siquiera es
consciente? No dijo nada. Mas seguía pensando en eso. En que porque sentía ella
que no se entregaba él, no se podía entregar ella. Mas ella ya había pensado en
ello. En la forma de juntarse de él. En cómo no le convenía. La sensación de
que él, por más que fuera adentro suyo, estuviera fuera. En lo suyo. En lo sólo
suyo. Y que eso hacía que ella no podía estar. Cuando le hubiera gustado estar.
Cuando se lo había trabajado mucho, sola, antes que venir a visitarle a su
ciudad. El poder estar con él. Abrirse. A él. Y lo había conseguido – ¿no se
había dado cuenta él, la noche de su llegada? Todo eso, se lo tragó. No se lo
dijo. Porque no quería arriesgarse a ser violenta. Mas estaba exasperada. ¡¿Él
era quien le estaba diciendo a ella que estaba fría?! ¡¿Cuando él ni se daba
cuenta de que no se podía entregar?! Cuando él empezaba a hablarle de lo peor
de que le podía hablar – a ella, quien era bailarina –: ¡la «fisiología»!
Ahí, más allá de tener miedo a que ya hubiera
terminado todo, a que nada sea más posible – por la incompatibilidad del
lenguaje – sintió que se enojaba ferozmente: ¡no cualquiera podía decir
cualquier cosa respecto al cuerpo! – ¡o por lo menos, no a ella! ¡El cuerpo
como tal no existe! ¡Ser-cuerpo es una
elaboración! Cuando enseguida, le entró la duda. Igual que con lo del vestir. Tal
vez fuera cierto. Tal vez fuera fría de verdad. Como ya le habían dicho. Los
que no habían sabido amarla. Los que le habían hecho daño. Tal vez era cierto,
como consecuencia de la última ruptura. De la última amenaza de muerte. Ya. ¿Si
fuera verdad y fuera ella quien no se diera cuenta? Mucha niebla. De nuevo
mucha niebla.
Menos mal, vino a buscarla él. Buscó
abrazarla él. La abrazó. Ella seguía perdida en la niebla. Presa de la charla
más que rara. Mientras él estaba adentro suyo. No se podía abstraer ella. No
podía olvidar. La charla. Estaba preocupada. Hubiera querido que la
reconfortara. Que le dijera que él mismo no creía ni en la «frialdad» de ella,
ni en la «fisiología» de él. Mas seguía haciendo lo suyo él. Se sentía triste
ella. Muy triste. Cuando, otra vez, ocurrió algo bastante raro. Casi se paró él.
Lo dejó. Así. Sin decir apenas algo al respecto. Estaba como durmiéndose. No entendía
nada ella. Nunca le había pasado eso. Nunca le habían hecho eso. Muchas cosas –
feas – le habían hecho, pero eso, nunca. Y eso, no lo podía asociar con otra
cosa que no fuera él. El hacía diez años. Cuando habían dormido juntos. Y ni la
tocaba. Y dormía a un metro de distancia de ella, en la cama. Tuvo miedo. Pensó
que ya. Que ya estaba. Que no habría remedio. Porque eso, no lo podía soportar.
Porque eso, ya le había hecho daño suficiente. En el pasado. Consecuencias dolorosas.
Pensó que era el punto final de la angustia de todo el día. El final de la
historia.
¡No podía dormirse así él! ¡No podía hacerle
eso de verdad! Por eso volvió al tema ella. A pesar de todo. Diciendo que,
seguramente, lo que sentía él, y llamaba «frialdad», era cierta «contenencia»
suya, que no más era la respuesta, a cierta «contenencia» de él. No dijo nada,
él. Por eso le preguntó ella si entendía. Mas no contestó. Parecía que ya estaba
dormido. Eso sí, abrazado a ella. Estaba al borde de la implosión ella. Le costó
mucho intentar dormirse. Durmió muy mal. Hacía mucho que no dormía tan mal. A
la mañana siguiente tomaba el tren. Se iba. Alivio. Y dolor.
Rencontre à travers le temps (XVIII)
A ce moment-là, il lui a quand même
dit que si, qu’elle lui plaisait beaucoup. Il avait dû se rendre compte qu’il
fallait dire quelque chose. Que quelque chose, de ce qu’il lui avait dit et sur
quoi il avait insisté, par rapport à sa façon de s’habiller, avait dû la blesser.
Et on n’avait pas non plus l’impression qu’il ait envie de la blesser. Ils se
sont allongés sur le lit. Il l’a enlacée. Ça allait mieux. Quand il lui a posé
cette question : Est-ce qu’elle prenait du plaisir avec lui ? Elle a
eu peur. Pas à cause de la question. Mais à cause du langage. Pas parce qu’il
l’interrogeait à ce propos. Mais à cause de l’emploi des mots. Leur mauvais
emploi. Ou plutôt, la conception différente qu’ils avaient des mêmes mots. Pour
elle, le « plaisir » dont il parlait n’était pas quelque chose qui se
« prenait ». Ou bien, le « prendre » n’était pas ce qu’elle
cherchait. Pour elle, il était question de partage. De rencontre. De chercher à
se rencontrer à travers les corps. D’essayer de se connaître. Sachant combien c’est
difficile – pour certaines personnes – d’essayer de se rapprocher de l’autre. Encore
plus, à l’endroit le plus intime des corps. Mais « prendre du
plaisir », ça ne l’intéressait pas. C’était sûr. Pas à ce moment-là –
c’est-à-dire le début – de la relation. Pas plus que ça l’intéressait d’en
parler. De parler de cette conception – consumériste – de la relation
corporelle. Elle avait connu suffisamment d’horreurs avec son dernier homme –
son premier homme. Elle a juste dit ça : qu’elle, elle ne cherchait pas à « prendre »
du plaisir, mais à le rencontrer, lui, qu’ils se rencontrent, tous les deux.
Elle n’a pas su s’il comprenait. Il insistait. S’il lui demandait ça, c’est parce
qu’il sentait une certaine « froideur » de sa part. Encore un coup !
Elle en avait vraiment assez. En plus d’être blessée. Mais surtout, elle en
avait assez. Autant de « non-rencontre ». Ce n’était plus tant la
peur – ressentie tout au long de la journée – mais la colère, qui montait. Elle
a essayé de se contenir du mieux qu’elle a pu. Pour ne pas lui faire de mal.
Elle. A lui. Pour ne pas lui dire vraiment ce qu’elle pensait.
Miroir. Mirage. Elle se taisait.
Elle pensait à ce qu’il avait dit. Elle pensait que ce qu’il devait sentir, et
qu’il appelait « froideur », devait n’être que sa réponse à elle, au
fait que lui, ne se donne absolument pas. Mais elle avait l’intuition qu’il n’en
serait pas conscient – du fait qu’il ne se donnait pas. Et comment le lui dire
sans lui faire de mal ? Comment parler à quelqu’un de quelque chose dont
il n’est même pas conscient ? Elle n’a rien dit. Mais elle continuait à y penser.
Au fait que, parce qu’elle sentait qu’il ne se donnait pas, elle ne pouvait pas,
elle, se donner. Mais elle y avait déjà pensé. Aussi. A sa façon à lui de
s’unir. A combien ça ne lui convenait pas – à elle. Cette sensation que, même quand
il était à l’intérieur d’elle, il était ailleurs. Dans ses trucs. Ses trucs à
lui tout seul. Ce qui faisait qu’elle, elle ne pouvait pas être là. Alors
qu’elle aurait aimé y être. Alors qu’elle avait travaillé à ça, toute seule,
avant de venir le voir chez lui. A pouvoir être avec lui. S’ouvrir. A lui. Et elle
y était arrivé – il ne s’en était pas rendu compte, le soir de son
arrivée ? Tout ça, elle l’a ravalé. Elle ne le lui a pas dit. Parce
qu’elle ne voulait pas risquer de le violenter. Mais elle était excédée. C’était
lui qui lui disait qu’elle était froide ?! Alors qu’il ne se rendait même
pas compte qu’il ne pouvait pas se donner ?! Il a encore insisté, en se
mettant à lui parler de la pire chose dont il pouvait lui parler – lui, à elle
qui était danseuse – : la « physiologie » !
A cet instant, par-delà la crainte
que tout soit fini, que rien ne soit plus possible – à cause de
l’incompatibilité du langage – elle a senti la colère monter encore plus :
n’importe qui ne pouvait pas dire n’importe quoi à propos du corps – ou du
moins, pas à elle ! Le corps en tant que tel n’existe pas ! Etre-corps est une élaboration ! Pourtant,
elle s’est mise à douter. Comme pour sa façon de s’habiller. Peut-être que
c’était vrai. Peut-être qu’elle était vraiment froide. Comme on le lui avait
déjà dit. Ceux qui n’avaient pas su l’aimer. Ceux qui lui avaient fait mal.
Peut-être que c’était vrai, du fait de sa dernière rupture. De sa dernière
menace de mort. Peut-être. Et si c’était vrai, et que ce soit elle qui ne s’en
rende pas compte ? Beaucoup de brouillard. A nouveau, beaucoup de
brouillard.
Heureusement, il est venu la
chercher. Il a cherché à l’enlacer. Il l’a enlacée. Elle continuait pourtant dans
le brouillard. Enfermée dans cette discussion on ne peut plus bizarre. Même s’il
était à l’intérieur d’elle. Elle n’arrivait pas à s’abstraire. Elle n’arrivait
pas à oublier. La discussion. Elle était inquiète. Elle aurait voulu qu’il la
réconforte. Qu’il lui dise que lui non plus ne croyait, ni en sa
« froideur » à elle, ni en sa « physiologie » à lui. Mais
il faisait ses trucs. Elle était triste. Très triste. Et encore une fois,
quelque chose de bizarre s’est produit. Il s’est pratiquement arrêté. Il a
arrêté. Comme ça. Sans presque rien en dire. Il était plus ou moins en train de
s’endormir. Elle ne comprenait rien. Ça ne lui était jamais arrivé. On ne lui
avait jamais fait ça. On lui avait fait beaucoup de choses – pas très jolies –
mais ça, jamais. Et ça, elle ne pouvait l’associer à rien d’autre que lui. Lui
il y avait dix ans. Quand ils avaient dormi ensemble. Et qu’il ne la touchait pas.
Et qu’il dormait à un mètre d’elle dans le lit. Elle a eu peur. Elle s’est dit
que c’était bon. Qu’il n’y aurait pas de solution. Parce que ça, elle ne
pouvait pas. Parce que ça, ça lui avait déjà fait suffisamment mal. Par le
passé. Des conséquences vraiment douloureuses. Elle s’est dit que c’était sûrement
le point final à l’angoisse de toute la journée. La fin de l’histoire.
Il ne pouvait pas s’endormir comme ça !
Il ne pouvait pas lui faire vraiment ça ! C’est pour ça qu’elle est
revenue à la charge. Malgré tout. En disant que, certainement, ce qu’il
ressentait, et qu’il appelait « froideur », était une certaine
« retenue » à elle, en réponse à une certaine « retenue » à
lui. Il n’a rien dit. Alors elle lui a demandé s’il comprenait. Il n’a pas
répondu. On aurait dit qu’il dormait déjà. Ça oui, enlacé à elle. Elle était au
bord de l’implosion. Ça a été difficile de s’endormir. Elle a très mal dormi.
Ça faisait longtemps qu’elle ne dormait pas si mal. Le lendemain matin elle
prenait le train. Elle partait. Soulagement. Et douleur.
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