De nuevo se sentía a gusto con él.
Conectados. Y feliz. Por haber compartido aquello. Por el paralelo que había hecho
él con lo que había vivido de pequeño en Argel. Antes que tener que huir. De la
noche a la mañana. Para salvarse de los terroristas que amenazaban con
degollarlos hasta la puerta de su casa. La hacía feliz sentir que ahí, en la
herida honda, algo les unía. La hacía feliz sentir que ambos compartían un
lugar de sol y abrazos. Perdido para ambos. Buscado para ambos. Perdido en el
pasado, para él. Perdido en la nostalgia de lo jamás experimentado, para ella.
Buscado en el porvenir, por él. Buscado en el otro hemisferio, por ella.
La pasta estaba muy rica. Y le gustaba a ella
que les sirvieran un plato grande para repartir, y no dos platos individuales.
Como hacen con la paella. Igual que en casa. Ambos repitieron. Por más que
supieran que era demasiado. Ambos agredieron parmigiano rallado. Por más que
supiera él que le haría daño a la panza. La hora del cine ya había pasado. Ella
ya sabía. Mas cuando se dio cuenta él, se alborotó algo. Los planes. El hacer.
Dijo que daba igual ella. Que estaban a gusto ahí. Que compartir aquello era lo
importante. Mas ocurrió como que él volvió a alejarse. Algo se rompió del encanto
que habían conseguido volver a establecer, mediante el viaje a Buenos Aires.
Pronto dijo que había que ir. Ella no entendió por qué. Igual sintió que ya no
había más remedio. Que había que ir. Capaz que lo que le había contado había
sido demasiado. Demasiado temprano. Volvió a sentir el malestar ella. Pagaron
en la barra. Salieron.
Era cierto que habían sido muchos días. Mucho
tiempo pasado juntos. Era cierto que a la mañana siguiente volvía a tomar el
tren ella, para regresar a su ciudad. Mas sentía que no por eso había que irse.
Más bien que él se había ido de nuevo. Volvió a crecer el malestar. No dijo
nada ella. Tampoco dijo nada él. Regresaban a casa de él. En una noche con
sensación de invierno. Por más que fuera mayo. En el sur de Francia.
Apenas llegados, agarró la guitara él. Le
quería cantar canciones. Suyas. Sin embargo siguió para ella la incertidumbre:
que si lo que necesitaba él, era sumergirse y ensimismarse en lo suyo; o si le
quería decir cosas, que sólo podía decirle cantando y tocando. A la vez
esperanza, y miedo a la exclusión. Lo único cierto para ella era que algo de
él, aquel día, la desubicaba – la sacaba del equilibrio. Confió en el poder de
la música. Confió en la letra de él. Cuando él se iba animando cada vez más.
Cuando él volvía a aparecer. Dentro de algo muy suyo. Mas compartido, sí, con
ella. Se relajó, ella, al sentir que se relajaba él. Lo escuchaba y escribía
cosas en el cuaderno. Lo de él era hermoso. La música, la letra, la sonrisa. La
voz. Al rato le hizo escuchar grabaciones antiguas de conciertos suyos. ¡Capaz
había estado ella también! Volvieron a viajar. Por la música de él. Juntos.
Cuando sonó el teléfono de ella. Casi a la
medianoche. Una muy buena amiga. Alguien que casi nunca agarraba el teléfono
para llamarla. Contestó. Porque era ella. Esa amiga. Por más que fuera tarde y
estaba con él. Le contestó a ella. Capaz necesitaba, también, sin saberlo,
sentir conexión con algo que no fuera él. Con algo también muy suyo. Fuera de
la música de él. Para volver a ubicarse. Desde sí misma. ¡Y empezaron las
carcajadas! Por las locuras que le iba contando la amiga. Así que cuando le
dijo a la amiga que tenía novio y estaba en su casa, las locuras tornaron
guarradas. ¡La amiga era tan loca! ¡Tan linda loca! ¡Tenían tan pocos límites
las bromas suyas! ¡Que la risa de ella tampoco conseguía guardar límites! Se
fue a la pieza él. Pudo relajarse ella. De la vergüenza que le daban las bromas
de la amiga en presencia de él. También consiguió hacer que se cortara la
charla. Porque encima, nunca se cortaban las charlas con esa amiga. Cuando se
armaban. Tantas divagaciones conceptuales mezcladas con tantas bromas brutales.
¡Un tesoro!
Cortó el teléfono y fue a juntarse con él a
la pieza. Sintió que le quería contar de su amiga. Que algo había que contarle
de tanta risa desencadenada. Le contó que la conocía desde que tenía doce años.
Que con ella había compartido lo de los centros de vacaciones. Que ella era
quien le había hablado de filosofía. Que había estado ella, aquel día horrible
de la defensa del doctorado. Le contó que, encima, él ya la había visto. No se
acordaba, dijo él. Siguió contándole ella tonterías de la amiga. También le dijo
que tenía muy pocas amigas. Que siempre se había sentido más a gusto con los
chicos. Y que justamente, la amiga tenía concepto para eso: las chicas-chicas y
las chicas-chicos. Que tenía que ver con la libertad interior – la amiga era
sartriana. Las chicas-chicas se auto-vigilaban mucho, por lo cual quedaban en
cierta superficialidad de la coquetería; las chicas-chicos tenían el salvajismo
de los chicos, y así no se mantenían en las apariencias. Obviamente las dos
amigas eran chicas-chicos. Estaba de acuerdo él.
Sin embargo empezó a picarla. Respecto a su
forma de vestir. ¿Que si su amiga le decía que tenía que vestirse algo mejor?
No entendió nada ella. ¿Qué tenía que ver? Y ¿qué le permitía, a él, decirle, a
ella, que no vestía bien? ¡Si no le gustaba, pues que no se quedara con ella!
Mas lo cierto era que había dado en un punto débil de ella. Un punto muy débil.
Algo muy íntimo. Muy estropeado. No más dijo ella que con esos años de muerte
había cambiado su forma de vestir, sí. Que había tenido que buscar ropa
confortable. Materiales suaves, cortes anchos, colores discretos. Mas insistía
él. Que había que esforzarse. Para agradarle a la gente. Que era importante
sentirse lindo. Ella no entendía. Tampoco estaba de acuerdo. Le había sido ya
tan complicado sostenerse de alguna que otra manera. Y además, la gente le
seguía diciendo que estaba linda. Mas le entró la duda. Y tuvo miedo a vestir
fatalmente de verdad. Apareció la imagen de su madre. Ya no sabía nada. Capaz
era verdad. Capaz no se parecía a nada. Lo que le decía ella. Lo que le decía él.
Capaz tenía que cambiarlo todo de nuevo. Tampoco era que le dijera él que no le
gustaba para nada como vestía. Sólo que, con lo hermosa que era, podía
valorarse más. Tampoco entendía… «Valorarse más»… ¿Para qué? Si no era para
vender. Había mucha niebla alrededor de ella. Lo dejaron.
Rencontre à
travers le temps (XVII)
Elle se sentait à nouveau bien avec
lui. Connectés. Et heureuse. Parce qu’ils avaient partagé ça. Parce qu’il avait
pu faire le parallèle avec ce qu’il avait vécu à Alger quand il était petit.
Avant d’avoir dû fuir. Du jour au lendemain. Pour échapper aux terroristes qui
menaçaient de les égorger jusqu’à la porte de leur maison. Ca la rendait
heureuse de sentir qu’à cet endroit, dans la blessure profonde, quelque chose
les unissait. Ca la rendait heureuse de se rendre compte qu’ils partageaient le
fait d’avoir un endroit avec du soleil et des embrassades. Un endroit perdu
pour tous les deux. Recherché par tous les deux. Perdu dans le passé, pour lui.
Perdu dans la nostalgie du jamais connu, pour elle. Recherché dans l’avenir,
par lui. Recherché dans l’autre hémisphère, par elle.
Les pâtes étaient bonnes. Et elle
aimait bien qu’on leur ait servi un seul grand plat, pour partager, au lieu de
deux assiettes individuelles. Comme on fait avec la paella. Comme à la maison.
Ils se sont tous les deux resservis. Même s’ils savaient que c’était trop. Ils
ont tous les deux mis du parmesan râpé. Même s’il savait que ça lui ferait mal
au ventre. L’heure du ciné était passée. Elle s’en était doutée. Mais quand il
s’en est rendu compte, ça l’a un peu énervé. Les plans. Faire. Elle a dit que ce
n’était pas grave. Qu’ils étaient bien, là. Que c’est ce qu’ils venaient de
partager qui importait. Mais ça a fait qu’il s’est ré éloigné. Que quelque
chose s’est brisé du charme qu’ils avaient pu réinstaller. Par l’intermédiaire
du voyage à Buenos Aires. Rapidement il a dit qu’il fallait y aller. Elle n’a
pas compris pourquoi. Mais elle a senti qu’il n’y aurait rien à faire. Qu’il
fallait y aller. Peut-être que, ce qu’elle lui avait raconté avait été trop.
Trop tôt. Elle a senti le mal-être s’installer à nouveau. Ils ont payé au
comptoir. Ils sont sortis.
Il était vrai que ça avait été
beaucoup de jours. Beaucoup de temps passé ensemble. Il était vrai que le
lendemain matin elle prenait le train, pour rentrer chez elle. Mais elle
sentait que ce n’était pas pour ça, qu’il avait fallu y aller. Le mal-être se
réinstallait. Elle n’a rien dit. Il n’a rien dit non plus. Ils rentraient chez
lui. Dans une nuit aux allures hivernale. Alors qu’on était en mai. Dans le sud
de la France.
A peine arrivés, il a attrapé sa
guitare. Il voulait lui chanter des chansons. Les siennes. Pourtant, pour elle,
l’incertitude a continué : est-ce qu’il avait besoin de se plonger, et de se
recroqueviller, dans ses choses à lui ; ou est-ce qu’il voulait lui dire
des choses, qu’il ne pouvait pas dire autrement qu’en chantant et jouant ?
En même temps l’espoir, et la peur de l’exclusion. La seule chose de sûre,
c’est que quelque chose de lui, ce jour-là, la dérangeait – ébranlait son
équilibre. Elle s’en est remise au pouvoir de la musique. Elle s’en est remise
à ses paroles. Pendant qu’il s’animait de plus en plus. Pendant qu’il réapparaissait.
Dans quelque chose de très à lui. Mais partagé, oui, avec elle. Elle s’est
détendue quand elle a senti qu’il se détendait. Elle l’écoutait, tout en écrivant
dans son carnet. Ce qu’il faisait était vraiment très beau. La musique, les
paroles, le sourire. La voix. Ensuite il lui a fait écouter de vieux
enregistrements de ses concerts. Peut-être qu’elle avait été là, elle
aussi ! Ils ont recommencé à voyager. Dans sa musique à lui. Ensemble.
Quand le téléphone a sonné. Il
était presque minuit. Une très bonne copine à elle. Quelqu’un qui ne prenait
presque jamais son téléphone pour l’appeler. Elle a répondu. Parce que c’était
elle. Cette copine. Même s’il était tard et qu’elle était avec lui. Elle a
répondu. Peut-être aussi parce qu’elle avait besoin, sans le savoir, de se
connecter à quelque chose qui ne soit pas lui. A quelque chose qui soit, aussi,
très à elle. Hors de sa musique à lui. Pour se replacer. A partir d’elle-même.
La rigolade a commencé ! A cause des loufoqueries que lui racontait sa
copine. Alors, quand elle lui a dit qu’elle avait un copain et qu’elle était
chez lui, les loufoqueries sont devenues obscénités. Sa copine était complètement
dingue ! Tellement dingue ! Que son rire, à elle, ne parvenait plus
non plus à ne pas dépasser les bornes ! Il est allé dans la chambre. Elle s’est
sentie soulagée. De la gêne que lui provoquaient les blagues de sa copine, en
sa présence à lui. Elle a aussi fini par réussir à clore la conversation. Parce
qu’en plus, avec cette copine, les conversations n’en finissaient jamais. Quand
elles commençaient. Autant de divagations conceptuelles mélangées à des blagues
absolument loufoques. Un régal !
Elle a raccroché et elle est allée
le rejoindre dans la chambre. Elle avait envie de lui dire quelque chose de sa
copine. Elle sentait qu’il fallait dire quelque chose de ce rire déchaîné. Elle
lui a raconté qu’elle la connaissait depuis qu’elle avait douze ans. Que
c’était avec elle qu’elle avait partagé cette chose des colonies de vacances.
Que c’était elle qui lui avait parlé de philosophie. Qu’elle avait été là, ce
jour atroce de la soutenance de Thèse. Elle lui a raconté qu’en plus, il
l’avait déjà vue. Il ne se souvenait pas, a-t-il dit. Elle a continué à lui
raconter les loufoqueries de sa copine. Et elle lui a dit qu’elle n’avait pas
beaucoup de copines. Qu’elle avait toujours préféré être avec les hommes. Que
justement, sa copine avait un concept pour ça : les filles-filles et les
filles-mecs. Que ça avait à voir avec la liberté intérieure – sa copine était
sartrienne. Que les filles-filles s’auto-surveillaient beaucoup, ce pourquoi
elles restaient dans certaine superficialité de la coquetterie ; que les
filles-mecs avaient la sauvagerie des hommes, ce pourquoi elles ne s’arrêtaient
pas aux apparences. Evidemment les deux copines étaient des filles-mecs. Il
était d’accord.
Pourtant il a commencé à l’éperonner.
Par rapport à sa façon de s’habiller. Est-ce que sa copine lui disait qu’il
fallait qu’elle s’habille un peu mieux ? Elle n’a pas compris. Qu’est-ce
que ça voulait dire ? Et qu’est-ce qui lui permettait, à lui, de lui dire,
à elle, qu’elle ne s’habillait pas bien ? Si ça ne lui convenait pas, il n’était
pas obligé de rester avec elle ! Mais il est certain qu’il avait touché un
endroit sensible. Très sensible. Quelque chose de très intime. Très abimé. Elle
a juste dit qu’avec ces années de mort, elle avait changé sa façon de
s’habiller, oui. Qu’il avait fallu chercher des habits confortables. Des
matières douces, des coupes amples, des couleurs discrètes. Mais il insistait.
Il fallait faire un effort. Pour faire plaisir aux gens. Il était important de
sentir qu’on était à son avantage. Elle ne comprenait pas. En plus, elle
n’était pas d’accord. Ça lui avait été déjà tellement compliqué d’essayer de se
soutenir comme elle pouvait. Et les gens continuaient quand même à lui dire
qu’elle était jolie. Mais le doute s’est immiscé. Elle a eu peur de s’habiller vraiment
très mal. L’image de sa mère est apparue. Ce qu’elle lui disait. Ce qu’il lui
disait. Peut-être que c’était vrai. Peut-être qu’il fallait vraiment tout changer
une nouvelle fois. Il ne lui disait quand même pas qu’il n’aimait pas du tout
sa façon de s’habiller. Juste que, comme elle était jolie, elle pouvait se
mettre un peu plus en valeur. Elle ne comprenait toujours pas… « Se mettre
en valeur »… Pourquoi ? Elle n’était pas à vendre. Il y avait
beaucoup de brouillard autour d’elle. Ils ont laissé ça.
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