samedi 16 février 2013

Encuentro por el tiempo (XXI)

 
Así que él no quería de la «violencia» de ella. ¡Mirá vos! No se lo podía creer. Con lo que había aguantado ella. No. La loca no era ella. Lo único, era decirle que lo que llamaba «violencia» era reacción suya a algo suyo. O más bien reacción a algo que él no hacía. Reacción a su ausencia. A su silencio. Que lo que recibía como exaltación de ella era una llamada. Una llamada a que reaccionara. El. A que dijera algo. A que entendiera algo. Entendió. Entendió eso. Dijo que no había pensado en que algo así pudiera pasar, pero que entendía. Que podía ser. Que entendía que lo que sentía como violencia podía ser el eco que le devolvía ella a su ausencia. A la violencia esa. De él. Y, que entendiera eso, que esa ausencia de él le podía hacer daño a ella, la alivió. Alguna esperanza de retorno al entenderse. Se tranquilizó el tema. Como desarmar una bomba.
 
Cuando volvieron a hablar, después de que se hubieran acostado los alumnos del lugar donde laburaba él, hablaron de cosas banales y bonitas de la vida. Le comentó él de la luna, le la boda musulmana de sus primas, de sus Relojes. Le contó ella de su amiga embarazada que seguía viniendo a la clase de danza. Todo bien. Pero estaba cansado él. Muy cansado. Se desearon buenas noches. Estaba en paz ella. Pudo dormir. Volver a dormir. A la mañana siguiente despertó feliz. Con ganas de estar con él. De compartir con él. De estar abrazada a él. Sabía que tenía él un día largo de laburo. Que luego estaría frito. Que regresaría a su ciudad a pasar la noche con sus amigos de bares. A olvidar. Cuando tenía ganas ella de mantener el hilo con él. Cuando pensaba ella que la tormenta ya había pasado.
 
Esperó a que pasara la tarde. A que empezara la noche. Le mandó un mensajito cuando pensó que estaría en el tren. No contestó. Tres horas después, la llamó. Muy superficial. De nuevo muy superficial. Había salido a cenar con su amigo con edad de casi padre. Estaba más lejano que nunca. El cansancio de los días de laburo. Seguro. No se pudo intercambiar nada. Nada. Como que él estaba harto, y ya. Cortaron. Con palabras vacías. Se llenó de vacío ella. Del vacío de él. Y sintió que no saldría fácilmente.
 
A las 23h mandó un mensajito diciendo que pensaba que no iba a lograrlo. Que pensaba que él no tenía ganas.
No contestó.
 
A las 00h35 mandó un mensajito para preguntarle si dormía.
No contestó.
 
Se pasó la noche en blanco ella. Se levantó para tragarse dos ansiolíticos. No sirvió.
 
A las 5h de la mañana miró una peli: La bella gente. Una película italiana. Sobre una pareja pequeño-burguesa que recoge a una joven prostituta explotada por inmigrada. Que la ayuda con tal que se porte como quieren ellos; que se quede sombra agradecida. Un tema familiar para ella. Volvió a acostarse cuando terminó la peli. Se levantó lo más tarde posible. Y cuando se levantó, se entretuvo corrigiendo un texto en que trabajaba.
 
A las 15h lo llamó.
No contestó.
Pensaba que había ido a comer ostras en el mercado, como de costumbre.
Mandó mensajito él: «Lo siento. No es el momento. Te llamo más tarde.»
Lapidario.
Se quedó paralizada ella. Otra vez el parálisis.
 
Llamó a una amiga. Se puso a escribir. Miró otra película: Pieds nus sur les limaces. Sobre dos hermanas. Una cuidando de la otra – enferma de la cabeza. Muy poética. Mas seguía la angustia. A lo bestia. El dolor de cabeza. Se tomó de vuelta dos ansiolíticos. Y paracetamol.
 
A las 23h35 mandó un mensajito diciendo que había estado enferma. No quería caer en la porquería del chantaje afectivo, mas realmente padecía, y no entendía. No entendía por qué y cómo seguía el silencio de él.
No contestó.
Se acostó ella.
 
A las 00h30 llamó ella. Por más que supiera que estaba cayendo en lo muy patético. Se sentía completamente superada. Al borde del precipicio – y sin paracaídas.
No contestó.
Hizo lo que pudo para dormirse ella.
 
Al día siguiente – domingo – seguía sin la más mínima señal de vida.
Escribió. Lo que le había aconsejado la amiga. Le escribió a él. Le escribió con benevolencia. Con ternura. Esperanza.
Le mandó lo que había escrito por correo electrónico.
Por mensajito, le dijo que le había mandado correo electrónico.
Nada.
Llamó ella.
Nada.
Se sentía tan… patética. Ridícula. Dolorida.
 
Llamó a un amigo que tenían en común los dos. Un amigo de él, que había conocido ella, al conocerlo a él. En el momento en que había ingresado en el conservatorio de arte dramático. Cuando frecuentaba el bar de enfrente de su casa donde hacían esas fiestas a lo Kusturica. Le contó lo mal que estaba. Cómo estaba sin noticias de él desde hacía dos días. El amigo estaba… exasperado. Si seguía portándose así, desapareciendo, huyendo… No podía ser. ¡Obviamente se volvía loca ella! ¡Porque eso que hacía él era para volver loco! Y ya no tenían veinte años. El amigo dijo que lo que más le exasperaba de él, era su indolencia. Y añadió eso, que le llamó mucho la atención a ella: que parecía que no había manera de conocerle. También dijo que ella tenía derecho a dormir – él había sabido de los insomnios de antes. Que no podía impedirle dormir así. La conmovió a ella, todo eso que decía el amigo. Sí que la cuidaba él. El amigo.
 
No llamó. En todo el día no llamó él.
Por eso, antes que acostarse tomó aquella decisión ella: ir a verle a la mañana siguiente.
Miró los horarios de trenes. El boleto costaba mucha plata. Y no sabía si hacer eso no era otra locura más. Sin embargo pudo concederse – a sí misma – que no podía hacer otra cosa. Esperar más. Mantenerse presa del silencio y la desaparición. De él.
 
 
 
 
 
 
 
Rencontre à travers le temps (XXI)
 
 
Donc, il ne voulait pas de sa « violence ». Alors ça ! Elle n’en croyait pas ses yeux. Quand on savait ce qu’elle avait contenu. Non. Ce n’était pas elle, la folle. La seule chose qu’elle pouvait encore faire, c’était lui dire que ce qu’il appelait « violence » n’était qu’une réaction à quelque chose à lui. Ou plutôt réaction à quelque chose qu’il ne faisait pas. Réaction à son absence. A son silence. Que ce qu’il recevait comme de l’exaltation n’était rien d’autre qu’un appel. Un appel à ce qu’il réagisse. Lui. A ce qu’il dise quelque chose. A ce qu’il comprenne quelque chose. Il a compris. Il a compris ça. Il a dit qu’il n’avait jamais pensé que quelque chose comme ça puisse se produire, mais qu’il comprenait. Que ça lui semblait possible. Qu’il comprenait que ce qu’il pensait être de la violence pouvait n’être que l’écho de son absence. De cette violence-là. A lui. Et qu’il comprenne ça, que son absence puisse lui faire du mal, à elle, ça l’a apaisée. Espoir de retour à la compréhension. Ça s’est calmé. Comme désamorcer une bombe.
 
Quand ils se sont reparlés, après que les élèves de l’endroit où il travaillait se soient couchés, ils ont parlé des choses toutes simples de la vie. Il a parlé de la lune, du mariage musulman de ses cousines, de ses Horloges. Elle a parlé de son amie, qui était enceinte, et qui continuait à venir au cours de danse. Tout allait bien. Mais il était fatigué. Très fatigué. Ils se sont souhaité bonne nuit. Elle était apaisée. Elle a pu s’endormir. Renouer avec le sommeil. Le lendemain elle s’est réveillée heureuse. Avec l’envie d’être auprès de lui. De partager avec lui. D’être enlacée à lui. Elle savait qu’il avait une longue journée de travail. Qu’après, il serait cuit. Qu’il rentrerait dans sa ville, pour passer la soirée avec ses amis des bars. A oublier. Alors qu’elle, elle avait envie de garder le fil avec lui. Alors qu’elle, elle pensait que l’orage était passé.
 
Elle a attendu que l’après-midi passe. Que la soirée arrive. Elle a envoyé un message quand elle a pensé qu’il serait dans le train. Il n’a pas répondu. Il l’a appelée trois heures après. Tout à fait superficiel. A nouveau. Il était sorti dîner avec son copain à l’âge d’être presque son père. Il était plus lointain que jamais. La fatigue des jours de travail. Sûrement. Ça n’a pas été possible d’échanger quoi que ce soit. Rien. Du genre « j’en ai marre, je ne veux rien savoir ». Ils ont raccroché. Avec des mots vides. Elle s’est remplie de vide. De ce vide. Et elle a senti que ça n’allait pas ressortir facilement.
 
A 23h elle a envoyé un message disant qu’elle pensait qu’elle n’y arriverait pas. Qu’elle pensait que c’était lui qui n’avait pas envie.
Il n’a pas répondu.
 
A 00h35 elle a envoyé un message pour demander s’il dormait.
Il n’a pas répondu.
 
Elle n’a pas dormi de la nuit. Elle s’est levée prendre deux anxiolytiques. Ça n’a servi à rien.
 
A 5h du matin elle a regardé un film : La bella gente. Un film italien sur un couple petit-bourgeois qui recueille une jeune prostituée immigrée exploitée. Qui l’aide, à condition qu’elle ne se comporte que, comme ça les arrange – comme une ombre reconnaissante. Un sujet familier pour elle. Quand le film s’est terminé, elle est allée se recoucher. Et elle ne s’est relevée que le plus tard possible. Et puis elle s’est occupée, à corriger un texte sur lequel elle travaillait.
 
A 15h elle l’a appelé.
Il n’a pas répondu. Elle pensait qu’il était allé manger des huitres au marché, comme il faisait d’habitude.
Il a envoyé un message : « Je suis désolé. Ce n’est pas le moment. Je t’appelle plus tard. »
Lapidaire.
Elle est restée paralysée. A nouveau, la paralysie.
 
Elle a appelé une amie. Elle a écrit. Elle a regardé un autre film : Pieds nus sur les limaces. Sur deux sœurs. L’une s’occupant de l’autre – atteinte de maladie mentale. Bouleversant de poésie. Mais l’angoisse persistait. Féroce. Le mal à la tête. Elle a repris deux anxiolytiques. Et du paracétamol.
 
A 23h35 elle a envoyé un message disant qu’elle avait été malade. Elle ne voulait pas tomber dans la vulgarité du chantage affectif, mais elle avait vraiment mal, et elle ne comprenait pas. Elle ne comprenait pas pourquoi et comment son silence durait.
Il n’a pas répondu.
Elle s’est couchée.
 
A 00h30 elle a appelé. Tout en sachant combien elle sombrait dans le pathétique. Mais elle se sentait absolument dépassée. Au bord du précipice – et sans parachute.
Il n’a pas répondu.
Elle a fait ce qu’elle a pu, pour essayer de s’endormir.
 
Le lendemain – dimanche – toujours pas le moindre signe de vie.
Elle a écrit. Comme le lui avait conseillé son amie. Elle lui a écrit. Elle lui a écrit avec bienveillance. Avec tendresse. Espoir.
Elle lui a envoyé par mail ce qu’elle avait écrit.
Elle lui a envoyé un message disant qu’elle avait envoyé un mail.
Rien.
Elle a appelé.
Rien.
Elle se sentait si… pathétique. Ridicule. Blessée.
 
Elle a appelé un ami commun. Un ami à lui, qu’elle avait connu, en le connaissant. Au moment où elle était entrée au conservatoire de théâtre. Quand elle avait fréquenté le bar d’en face, où avaient lieu ces fêtes à la Kusturica. Elle lui a dit qu’elle était mal. Qu’elle était sans nouvelle de lui depuis deux jours. Son ami était… exaspéré : S’il continuait à se comporter comme ça, à disparaître, à fuir… Ce n’était pas possible. Bien sûr que ça la rendait folle ! C’était à rendre fou ! Et ils n’avaient plus vingt ans. Cet ami a dit que, ce qui l’exaspérait le plus, de lui, c’était sa nonchalance. Et il a ajouté quelque chose qui l’a interpelée : il a dit qu’on avait l’impression qu’on ne peut pas le connaître. Qu’elle avait le droit de dormir – il avait su ses insomnies d’avant. Qu’il ne pouvait pas l’empêcher de dormir comme ça. Ça l’a émue. Ce que disait son ami. Sa façon de prendre son d’elle. Lui.
 
Il n’a pas appelé. De toute la journée, il n’a pas appelé.
C’est pour ça qu’avant d’aller se coucher, elle a décidé ça : aller le voir le lendemain.
Elle a regardé les horaires de train. Le billet coûtait cher. Et elle ne savait pas si elle n’était pas encore en train de faire une folie. Elle a quand même pu se concéder – à elle-même – qu’elle ne pouvait pas faire autrement. Attendre davantage. Rester prisonnière de son silence et de sa disparition. A lui.