Caminaba ella al lado de él. Siguiendo los raíles
del tranvía. Mas era casi peor que haber estado sola, encima paseando por
aquella ciudad que no le gustaba para nada. Sentía cómo le estaba creciendo la
angustia. El parálisis que la hacía incapaz de generar lo que fuera. De decir
algo. De significar algo de lo que padecía: que estaba necesitando que le
hiciera caso. De enojarse. De decirle que si quería seguir con ella iba a tener
que esforzarse en cuidarla algo más. Que ella ya no quería nunca más sentir que
alguién la consideraba como planta o peor. Llegaron a la catedral.
Ella odiaba los edificios religiosos cristianos.
Tanta muerte. Tanto gusto por tanta muerte tan horrorosa. Tanta sangre. Tantos
cuerpos tan doloridos, rostros tan lacrimosos. La exasperaba. La indignaba. La
exposición era tipo halucinaciones sobre imágenes de Cristo. Estaba harta ella.
No entendía tanto macabrismo hecho fe. Intercambiaron palabras respecto a las
imágenes. A él le interesaba mucho las representaciones cristianas porque se
había criado entre una iglesia y una mezquita. La representación del cuerpo
dolorido y la prohibición de la representación sagrada. Ella prefería las
mezquitas. De lejos. Naturaleza y geometría. A él le preocupaba mucho el tema
religioso por motivo artístico. Por la identidad de él. Por el exilio. Por el
momento histórico que hiciera que huyera de su tierra. Por el momento histórico
en que estábamos. Ella pensaba fuera del tema religioso. Fuera de aquella forma
de alienación ideológica que la exasperaba. Salieron de ahí.
Por lo menos la charla medio artística había
reanudado alguna forma de diálogo. Mas ella sabía que seguía cierto parálisis. Que
para intentar aliviarse de él, tenía que alejarse un rato. De él. Dejar que hiciera
él lo que tenía que hacer, e intentar divertirse con el descubrir de la ciudad.
Por los ojos propios. Fuera de los de él. No tenía ganas. Ya sabía que no le
gustaba esa ciudad. Mas también sabía que tenía que despegarse. Para intentar
recuperar el centro propio. La única garantía en contra del desequilibrio. Capaz
él también necesitaba recuperar algo de aire propio y no se daba cuenta. Ella
se daba cuenta. Para los dos. Lo dejó en un bar en que iba a menudo. Iba a
seguir escribiendo lo de los relojes. Y eso sí que le gustaba a ella.
Fue en busca de la famosa calle peatonal que había
en la ciudad. La más larga de Europa, decían. Mas el tiempo era tan gris. Y
encima lunes, en una ciudad de provincia. Lo que más la podía angustiar… Igual
que un viaje más hacia el pasado que había tenido que huir. Llovía. Cada vez más.
No tenía paraguas. Nunca tenía paraguas. Pensó que tendría que encontrar un
lugar para resguardarse del agua. Esperar algo. A que se alejara el nubarrón. Un
café lindo hubiera sido buena opción. Para escribir, tal vez. No encontró. Nada
para emprender el más mínimo viaje. Interior. Otra opción hubiera sido pasar
delante de alguna tienda que la hubiera atraído como un imán. Tampoco ocurrió. Como
que lo único parecía ser regresar al bar donde estaba él. Sentarse ahí también,
al lado de él. A escribir, también. No le parecía muy buena opción. Mas estaba
harta de deambular en el centro de esa ciudad buscándole el sabor que no le
conseguía encontrar. Por eso pensó que podría ser una opción sentarse a
escribir al lado de él. Y como no había otra…
Así que él escribía. En el lugar de siempre. Con
una copa de vino. Blanco. Ella sentía que no estaba ya para vino. Tampoco quería
más café. Pidió algo medio imprevisible: járabe de melocotón con agua. Del grifo.
El señor del bar se lo sirvió con sonrisa linda. Sacó el cuaderno ella. Mas no pudo
escribir nada. Por la inquietud de adentro que aun sentía demasiado. Sacó el
libro. El mismo que cuando el viaje en tren. Lo de la ligereza de la mariposa.
Con eso sí, se rompía la soledad. Mas capaz que, sí, la ponía aun más lejos de
él. Seguro, fuera de su alcance. Mas por lo menos pudo reencontrarse algo y
tranquilizarse algo. Leyó largo rato. El no paraba de escribir. Parecía feliz y
estaba muy prolifijo. Volvió a pedir vino. Cambió para tinto. Ella ya estaba
harta de leer. Cerró el libro. De nuevo estaba como esperándole. A sentir que
lo estaba esperando. Sacó papel ella para distraerse organizando cosas de la
clase de danza. Le funcionó. Se entretuvo un rato. Inclusive llegó a pedir una
copa de vino. También tinto. El clima de otoño, por más que fuera mayo, pedía
tinto.
Al rato dijo él que ya casi terminaba. Hablaron
sobre qué hacer luego, a la noche, la última de aquella primera estancia de
ella en la ciudad de él, en la casa de él. Miraron en el periódico qué ponían
en el cine. Ambos querían ver Barbara,
una película alemana que ponían. Con él, sí que compartía el gusto estético.
Por lo menos. Mas no la ponían antes de la sesión de las 22h. Con entusiasmo -
primera vez en todo el día - dijo él que la quería invitar a comer fideos en un
lugar italiano que quedaba muy cerca. También tendrían que vigilar la hora para
ir al cine. Ella ya no quería vigilar nada. Sólo necesitaba que se reanudara la
conexión entre los dos. Sentir que sólo había sido un rato. Que hondamente
seguía la conexión. Salieron al lugar italiano. Ella no quería estar pendiente
del reloj mas no dijo nada respecto a lo del cine. Confiaba en que si se
reanudaba la conexión, tampoco iba a pensar él en cortarla, para respetar un
horario de antemano. De cabeza. No de cuerpo. Ella necesitaba cuerpo.
Rencontre à travers le temps (XV)
Elle marchait à
côté de lui. Le long des rails du tram. Pourtant c’était presque pire que si
elle avait été seule, qui plus est à se promener dans cette ville qu’elle
n’aimait pas. Elle sentait l’angoisse monter. La paralysie qui la rendait
incapable de générer quoi que ce soit. De dire quelque chose. De signifier
quelque chose de ce dont elle souffrait : qu’elle avait besoin qu’il fasse
un peu attention à elle. De se mettre en colère. De lui dire que s’il voulait rester
avec elle, il allait falloir qu’il fasse un petit effort pour prendre un peu
plus soin d’elle. Qu’elle ne voulait plus jamais avoir l’impression que quelqu’un
la prenne pour une plante ou pire. Ils sont arrivés à la cathédrale.
Elle avait
horreur des monuments religieux catholiques. Toute cette mort. Tout ce goût
pour cette mort atroce. Tout ce sang. Tous ces corps si douloureux, ces visages
si lacrymaux. Ca l’exasperait. Ca
l’indignait. L’exposition était un genre d’hallucinations sur des images
christiques. Elle n’en pouvait plus. Elle ne comprenait pas que tout ce macabre
puisse être fait foi. Ils ont échangé quelques mots concernant les images. Il s’intéressait
beaucoup aux représentations chrétiennes parce qu’il avait grandi entre une
église et une mosquée. La représentation du corps douloureux et l’interdiction
de la représentation sacrée. Elle
préférait les mosquées. De loin. Nature et géométrie. La question
religieuse était très présente dans sa démarche artistique à lui. A cause de son identité. De l’exil. A
cause du moment historique qui avait fait qu’il avait dû quitter sa terre. A
cause du moment historique dans lequel on était. Elle, elle pensait loin de la
question religieuse. Loin de cette forme d’aliénation idéologique qui
l’exaspérait. Ils sont sortis de la cathédrale.
Au moins, la
discussion plus ou moins artistique concernant l’exposition avait permis de
renouer une forme de dialogue. Mais elle savait aussi qu’une forme de paralysie
continuait. Et que pour essayer de s’en extraire, il fallait qu’elle s’éloigne
de lui un moment. Le laisser à ses choses, et essayer de se distraire en
découvrant la ville. Par ses propres
yeux. Hors des siens, à lui. Elle n’en avait pas vraiment envie. Elle savait déjà qu’elle n’aimait pas
cette ville. Mais elle savait aussi qu’il fallait qu’elle s’éloigne. De
lui. Pour essayer de retrouver son centre. A elle. La seule garantie contre le
déséquilibre. Peut-être qu’il avait aussi besoin de récupérer un peu d’air à
lui, et qu’il ne s’en rendait pas compte. Elle, elle s’en rendait compte. Pour les deux. Elle l’a laissé dans
un bar où il avait l’habitude d’aller. Il continuerait à écrire ses horloges. Ca,
ça lui plaisait bien à elle.
Elle s’est mise
à la recherche de la fameuse rue piétonne qu’il y avait dans cette ville. La plus longue d’Europe, soit-disant. Mais
il faisait si gris. En plus un lundi, dans une ville de province. Ca
avait tout pour l’angoisser… Comme un voyage de plus vers ce passé qu’elle
avait dû fuir. Il pleuvait. De plus en plus. Elle n’avait pas de parapluie. Elle n’avait jamais de parapluie. Elle
s’est dit que ça serait bien de trouver un endroit pour se protéger de l’eau. Attendre un peu. Que s’éloigne la
perturbation. Un beau café aurait été une bonne possibilité. Pour
écrire, peut-être. Elle n’a rien
trouvé. Rien pour entreprendre le moindre voyage. Intérieur. Une autre
possibilité aurait été de passer devant une quelconque boutique qui aurait pu
l’attirer comme un aimant. Ca n’est pas non plus arrivé. On aurait dit que la
seule chose à faire était de retourner au bar où elle l’avait laissé. S’y
assoir aussi, à côté de lui. Et écrire, aussi. Ca ne lui semblait pas une très
bonne idée. Mais elle en avait marre de déambuler dans le centre de cette ville
à la recherche de la saveur qu’elle n’arrivait pas à lui trouver. C’est pour ça
qu’elle s’est dit que ça pouvait être une possibilité, s’assoir pour écrire à
côté de lui. Et comme il n’y en avait pas d’autre…
Ainsi, il était
en train d’écrire. Là où il allait toujours. Avec un verre de vin. Blanc. Elle,
elle sentait que ce n’était pas encore le moment du vin. Elle ne voulait pas
non plus prendre un autre café. Elle a demandé quelque chose d’imprévisible :
un sirop de pêche avec de l’eau. Du robinet. Le monsieur du bar le lui a servi
avec un beau sourire. Elle a sorti
son carnet. Mais elle n’a rien pu écrire. A cause de l’inquiétude de
dedans qu’elle sentait encore trop. Elle a sorti son livre. Le même que pendant le voyage en train. Sur
la légèreté du papillon. Avec ça
oui, la solitude était rompue. Mais peut-être, oui, que ça la plaçait encore
plus loin de lui. C’était sûr, hors de sa portée. Mais au moins, elle a pu se
retrouver un peu et se rasséréner un peu. Elle a lu un long moment. Lui
n’arrêtait pas d’écrire. Il avait l’air heureux et était très prolifique. Il a redemandé du vin. Il a changé pour du rouge. Elle, elle
en avait un peu marre de lire. Elle a fermé le livre. A nouveau elle
était plus ou moins à l’attendre. A avoir l’impression d’être en train de
l’attendre. Elle a sorti du papier pour se distraire en organisant les choses de
son cours de danse. Ca a marché.
Elle s’est occupée un moment. Elle a même demandé un verre de vin. Rouge aussi.
Le climat d’automne, alors qu’on était en mai, demandait du rouge.
Il a bientôt dit
qu’il avait presque terminé. Ils ont parlé de ce qu’ils allaient faire après,
le soir, la dernière soirée de son premier séjour dans sa ville à lui, dans sa
maison à lui. Ils ont regardé dans le journal ce qu’il y avait au cinéma. Ils
voulaient tous les deux voir Barbara,
un film allemand qui était à l’affiche. Avec lui, ça oui, elle partageait le goût esthétique. Au moins. Mais
le film n’était pas avant la séance de 22h. Avec enthousiasme - pour la première
fois de toute la journée - il a dit qu’il voulait l’inviter à manger des pâtes
dans un endroit italien qui était tout près. Il faudrait aussi qu’ils fassent
attention à l’heure pour le cinéma. Elle, elle ne voulait plus faire attention
à rien. Elle avait juste besoin que se renoue la connexion entre eux. De sentir
que ça n’avait été qu’un moment. Que dans les profondeurs, la connexion
demeurait. Ils sont allés à l’endroit italien. Elle ne voulait pas être
suspendue à sa montre, mais elle n’a rien dit concernant le cinéma. Elle
voulait croire que si la connexion se renouait, il n’aurait pas l’idée de la
couper, pour respecter un horaire fixé au préalable. Par la tête. Pas le corps. Elle avait besoin de
corps.
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