Cuando sonó el despertador a la mañana siguiente, de madrugada, preparó
un bolso ligero ella. En el mejor de los casos – si le abría la puerta – se
quedaría una noche no más. Y como mayo había llegado, por fin, no necesitaba nada
voluminoso. El tren salía sobre las 8h. Muy temprano para la dificultad de ella
con el sueño. Sobre las 11h30 llegaría a la ciudad de él. Y seguía sin tener noticia
alguna de él. Y seguía sin saber si estaría. Si le abriría. La puerta – para
empezar.
Para la ocasión – para cuidarse algo a sí misma, reconfortarse algo – se
había puesto el vestido negro. El que más le gustaba. Por ser lo necesariamente
largo y ancho para ofrecer disimulo y descanso al cuerpo, y a la vez lo suficientemente
femenino. Un vestido de baile, le parecía. De bohemia. Para volver a subir al
mismo tren que hacía unos pocos días – mas con la angustia en la pansa ahora. Para
volver a acudir al mismo libro – lo de la ligereza de la mariposa – por más que
lo hubiera terminado ya. Y eso, porque quería volver a leer algunas cosas.
Algunas cosas que le habían dejado una sensación como de incomprensión. Y como
estaba necesitando entender – entenderlo a él, en realidad, mas como eso
parecía imposible… No se le ocurrió otra cosa que arrimarse a lo de siempre:
los libros. El entender conceptual. En general.
Quería revisar algo sobre el desacuerdo
que abarca el amor. Algo que explicaba cómo el amar de verdad no se paraba en
la contingencia de los desacuerdos cotidianos. Y ahí sí que lo entendió. Por lo
cual, pensó que capaz había sido ella demasiado impaciente con él. Que capaz
ella había carecido de amor para él, al no respetar su ritmo – más lento que el
de ella. ¿Capaz la inmadura había sido sólo ella? Se quedaba presa de la duda,
otra vez. Dentro del conflicto entre eso que acababa de entender – teóricamente
– de la tolerancia amorosa, y la sensación abisal de falta de respeto de él
para ella. ¿Quién tenía la culpa? ¿Quién era el loco? La pregunta de siempre. Otra
vez. Cuando la víspera, había conseguido arrancarse de la duda – de la locura.
Sobre las 10h le mandó un mensajito ella para decirle que estaba en el
tren, y que llegaría a su casa sobre el mediodía.
¡Contestó!
¡Estaba vivo! ¡Hablaba! ¡Le hablaba a ella!
Escribió que la esperaba en casa. Que tenía que tomarse la línea C del
tranvía, dirección a Les Aubiers. Ya lo sabía ella. Mas le alegró igual que se
preocupara algo él. Que le ayudara algo para ubicarse. Para llegar. Hasta su
casa.
Había sol en la ciudad de él. El mismo sol que en la ciudad de ella,
pero diferente. Sol de sur. Lo que tanto la nutría a ella. Lo que le había permitido
otro idioma. Había sol en el tranvía de la ciudad de él. Nada que ver con el
subte de la ciudad de ella. Y le parecía a ella que hacía tanto que no había sentido
el sol. Sobre la piel. Se agarró de ello. Se consoló pensando que si llegara a
echarla, se arroparía en el calor del sol. Bajó del tranvía en la Puerta de Borgoña.
Subió la avenida ancha. Llegó a la callejuela de la casa de él. Volvía a
estrecharse el espacio. Volvía a disminuir la luz del sol. Tocó el timbre de la
puerta. Abrió él. Subió ella los cuatro pisos. La puerta del departamento estaba
abierta. Estaba haciendo él… algo. Entró ella.
No parecía tan enfurecido él. Mas tampoco se le acercó. Tampoco la
abrazó. Estaba haciendo… algo. Entre frío y no cerrado del todo. Le propuso
café. El a ella. Pensó ella que era buena señal. Porque era costumbre de él
hacer(le) café. Y si no modificaba sus costumbres, si seguía proponiéndole
café, capaz no estaba perdido todo. Notó ella que se había comprado un árbol. Y
que eso era lo que estaba haciendo: cuidar el árbol. Le encantó a ella. Le
encantó que hubiera comprado un árbol, para poner en una buhardilla. Decía él que
era una planta de Australia. Que la había comprado al despedirse de su madre,
hacía un rato. Era cierto que este fin de semana había estado con su madre. Que
había venido la madre a tomar el avión para regresar a Argel. Le gustó a ella
que se hubiera comprado un árbol al despedirse de su madre.
Se sentaron frente a frente, con el café entre los dos, en la mesa de
formica negro. Habló ella. Claro. Le preguntó si estaba tan enojado él con ella.
Le dijo él que no. Le preguntó ella que por qué la había dejado así sin
respuesta todo ese tiempo. Dijo él que no había tenido tiempo. No entendió muy
bien ella. Mas sintió que no era mentira del todo. Que más bien, era mentira de
quien no sabe qué contestar, ni tampoco por qué no sabe qué contestar. Le
preguntó ella si eso había tenido que ver con lo que le había dicho de la «violencia» de ella. Dijo él que no. Que no era violenta
ella. Que sabía él que no. Se alivió ella. ¡Tanto! Que casi ya no importaba nada
del por qué y del cómo. No la había huido por su violencia. Y con eso bastaba.
A ella, casi que le bastaba. Hablaron. De verdad. Como no lo habían hecho nunca.
De lo de cada uno. Del miedo de él, después de los ochos años de vida con la
persona inadecuada. De la necesidad de ella de comprensión – «comprensión» como el con-prender
de la etimología –, de compartir. Algo.
Comieron. Durmieron la siesta. Estuvieron bien, otra vez. Más de verdad.
Durmieron juntos. Volvió a tomar el tren ella. La acompañó él. Seguía el sol.
Rencontre à travers le temps (XXII)
Quand le réveil a sonné le
lendemain matin, de bonne heure, elle a préparé un petit sac. Dans le meilleur
des cas – s’il lui ouvrait la porte – elle ne resterait pas plus d’une nuit. Et
comme mai était enfin arrivé, elle n’avait besoin de rien de bien volumineux.
Le train partait vers 8h. Et c’était bien assez tôt pour son conflit avec le
sommeil. Vers 11h30 elle arriverait dans sa ville. Elle n’avait toujours pas la
moindre nouvelle de lui. Elle ne savait toujours pas s’il serait là. S’il lui
ouvrirait. La porte – pour commencer.
Pour l’occasion – il fallait bien prendre
un tant soit peu soin d’elle, se réconforter un minimum – elle avait mis sa
robe noire. Celle qu’elle préférait. Parce qu’elle était comme il fallait, longue
et large pour permettre la dissimulation et le repos du corps, et en même temps,
suffisamment féminine. Une robe de danse, elle trouvait. De bohémienne. Pour remonter
dans le même train que quelques jours plus tôt – avec l’angoisse au ventre, cette
fois. Où elle en appelait au même livre – sur la légèreté du papillon – alors
qu’elle l’avait fini. Parce qu’elle voulait relire des choses. Des choses qui
lui avaient laissé comme une sensation d’incompréhension. Et comme elle avait besoin
de comprendre – de le comprendre, lui, en réalité, mais comme il semblait que ce
n’était pas possible… Elle ne trouvait rien de mieux que s’agripper là où elle
s’était toujours agrippée : les livres. Comprendre conceptuellement. En général.
Elle voulait revoir quelque chose sur
le désaccord compris dans l’amour.
Quelque chose qui expliquait comment le fait d’aimer vraiment ne s’arrêtait pas
à la contingence des désaccords quotidiens. Et là, elle a compris. Et là, elle
s’est dit que peut-être qu’elle avait été trop impatiente, avec lui. Que
peut-être qu’elle avait manqué d’amour, pour lui, en ne parvenant pas à respecter
son rythme à lui – plus lent que le sien. Que peut-être que c’était elle, qui
avait été immature ? Elle s’est remise à douter. Au milieu du désaccord entre
ce qu’elle venait de comprendre – théoriquement –, de la tolérance amoureuse,
et ce qu’elle ressentait de façon abyssale, de son manque de respect, à lui. A
qui la faute ? Qui est fou ? Toujours la même question. Encore. Quand
la veille, elle avait réussi à s’extraire du doute – de la folie.
Vers 10h elle lui a envoyé un sms
pour dire qu’elle était dans le train, et qu’elle arriverait chez lui vers
midi.
Il a répondu !
Il était vivant ! Il
parlait ! Il lui parlait !
Il a écrit qu’il l’attendrait chez
lui. Qu’il fallait qu’elle prenne la ligne C du tram, direction Les Aubiers.
Elle le savait déjà. Mais ça l’a apaisée de voir qu’il se souciait un peu
d’elle. De voir qu’il l’aidait un peu à s’orienter. Pour arriver. Chez lui.
Il y avait du soleil dans sa ville.
Le même soleil que dans sa ville à elle, mais différent. Le soleil du sud. Qui la
nourrissait tant. Qui lui avait permis une autre langue. Il y avait du soleil
dans le tram de sa ville. Rien à voir avec le métro de sa ville à elle. Et elle
avait l’impression, qu’il y avait longtemps qu’elle n’avait pas senti le
soleil. Sur sa peau. Elle s’en est tenue à ça. Elle s’est dit que s’il devait
la jeter, elle pourrait toujours s’envelopper dans la chaleur du soleil. Elle
est descendue du tram, Porte de Bourgogne. Elle a remonté la grande avenue.
Elle est arrivée dans la petite rue où il habitait. L’espace se rétrécissait à
nouveau. La lumière du soleil diminuait à nouveau. Elle a sonné à l’interphone.
Il a ouvert. Elle a monté les quatre étages. La porte de son appartement était
ouverte. Il était en train de faire… quelque chose. Elle est entrée.
Il n’avait pas l’air si en colère. Il
ne s’est pas non plus approché. Il ne l’a pas non plus embrassée. Il était en
train de faire… quelque chose. Distant et pas totalement fermé. Il lui a
proposé du café. Lui à elle. Elle s’est dit que c’était bon signe. Parce qu’il
avait l’habitude de (lui) faire du café. Et que s’il ne changeait pas ses habitudes,
s’il lui proposait encore du café, peut-être que tout n’était pas perdu. Elle a
vu qu’il s’était acheté un arbre. Que c’était ça qu’il était en train de faire :
s’occuper de l’arbre. Ça lui a plu. Ça lui a plu qu’il ait acheté un arbre pour
mettre sous les toits. Il a dit que c’était une plante d’Australie. Qu’il l’avait
achetée après avoir dit au revoir à sa mère, tout à l’heure. Il avait été avec
sa mère ce week-end, c’était vrai. Elle était venue prendre l’avion pour retourner
à Alger. Ça lui a plu, à elle, qu’il ait acheté un arbre après avoir dit au
revoir à sa mère.
Ils se sont assis face à face, avec
le café au milieu, sur la table en formica noir. C’est elle qui a parlé. Bien
sûr. Elle lui a demandé s’il était à ce point en colère contre elle. Il a dit
que non. Elle lui a demandé pourquoi il l’avait laissée comme ça, sans réponse,
pendant tout ce temps. Il a dit qu’il n’avait pas eu le temps. Elle n’a pas très
bien compris. Mais elle a pu percevoir que ce n’était pas tout à fait un
mensonge. Que c’était plutôt le mensonge de quelqu’un qui ne sait pas quoi
répondre, ni pourquoi il ne sait pas quoi répondre. Elle lui a demandé si ça
avait eu à voir avec ce qu’il avait dit de sa « violence » à elle. Il
a dit que non. Qu’elle n’était pas violente. Qu’il savait qu’elle ne l’était
pas. Ça l’a soulagée. Tellement ! Que ça ne comptait presque plus, le pourquoi
et le comment. Il ne l’avait pas fuie à cause de sa violence. Et ça lui
suffisait. A elle, ça lui suffisait presque. Ils ont parlé. En vrai. Comme ils
ne l’avaient encore jamais fait. Des choses de chacun. De sa peur à lui, après
les huit années passées avec la mauvaise personne. De son besoin à elle, de
compréhension – « compréhension » comme le prendre-avec de l’étymologie –, de partage. De quelque chose.
Ils ont mangé. Ils ont fait la
sieste. Ils ont été bien, à nouveau. Plus en vrai. Ils ont dormi ensemble. Elle
a repris le train. Il l’a accompagnée. Il y avait encore du soleil.
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